Ir al contenido principal

Entradas

Los ojos

(Cindy Sherman)  Qué diré de tus ojos sino que me engañaban. Se mantienen altivos, fríos, furiosos, inertes. Me miran sin piedad, sin conocerme, sin saberme insegura, niña al fin, mecida en el recuerdo de quienes se marcharon al unísono. Qué diré de tus ojos sino que no iluminan. Sino que son esquivos y tienen un atisbo de crueldad convertida en una piedad falsa. Qué diré que no sepas, qué diré que te importe, qué diré que no digan, qué diré que no adviertan, qué diré que no cuenten, qué diré que no exista, qué diré que no sufra, qué diré que no seas...

Tres años

(Foto: Dorothea Lange) Hemos estado juntos tres años y ahora ya no sé qué hacer contigo. Si fueras un libro lo tendría claro. Cualquier aparador de madera maciza, de esos que tienen puertas acristaladas, llaves enormes y unas baldas espesas y cansinas. Allí estarías sin que nadie adivinara tu presencia, sin que nadie te leyera, sin que nadie escudriñara en tu interior. Eso te gustaría.  O un adorno. Un broche antiguo, de plata quizá, lleno de pequeños arabescos. O una pulsera heredada de alguna tía lejana. O unos pendientes de cristal, violetas, tal vez azules, verdes. O un pesado collar con tres vueltas, demasiado ostentoso, demasiado presente. Te guardaría en una caja forrada de terciopelo oscuro, con un pequeño pasador en uno de los bordes, una caja sencilla pero sólida, de la que no fuera posible escapar ni perderse.  Pero eres un hombre. Así, sencillamente. Un hombre que ha vivido conmigo los tres últimos años. Que sabe como soy o que lo intuye. Que ha perdido la

La duda

(Foto: Cindy Sherman) Así fue para todo: un laberinto. Papeles encendidos que nunca se cruzaron. Cartas llenas de versos que en besos nunca fuiste. Todo eso, sin saber, apenas para nada. Una canción fingida, una noche en lo oscuro. La lámpara encendida te recuerda que ahora, sin que nadie lo intente, sin que nadie lo pida, estás amaneciendo y recordando apenas que ya te lo advirtieron, que antes que tú la gente lo sabía de corrido y te engañaste sola, al margen de los tiempos. No tengo ya que darte nada más que la huida, la mirada sin rostros, el pelo agazapado, las manos que no tocan, el viento que no silba, la nada, más que todo, en ti, sin duda, existe. 

Días de lluvia y besos

Hay días de todo, como diría Mariano José de Larra si viviera y pudiera saludarnos por la mañana con uno de sus artículos costumbristas y sonoros, casi acústicos. Hoy es el Día del Beso y todas las redes sociales se han llenado de imágenes, de gags, de muñecos, de emoticonos y vídeos, recordando lo importante que es besarse y lo saludable que resulta mezclar las salivas y achucharse un poco.  Cuando yo era chica creí que los besos de película eran solo eso, en las películas, así que no tenía ninguna gana de crecer porque consideraba que los demás besos eran una auténtica sosería, algo que a nadie podía motivar. Descubrir el error fue un gran motivo de satisfacción, porque lo contrario hubiera terminado con el género humano hace siglos. Así que el beso era beso, después de todo.  Hay besos célebres, como este de la foto de al lado en el que una pareja se abraza y él la besa anunciando lo que vendrá. Robert Doisneau inmortalizó el momento y, desde entonces, parece que comprar

"Chica de campo. Memorias" de Edna O´Brien

    M i itinerario O´Brien comenzó con Las chicas de campo y continuó con La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas . Después de un paréntesis siguió con Las sillitas rojas y luego con En un lugar pagano . Por fin, llegué a sus cuentos, recopilados en Objeto de amor . Y ahora he navegado hasta sus Memorias, Chica de campo , este libro. Ha sido una larga travesía pero hecha en tiempo récord. E n ese camino hay dos editoriales implicadas, errata naturae, que ha publicado todas sus obras en castellano, excepto Objeto de amor, que es cosa de la editorial  Lumen . Sin ellas y sin las traductoras, sobre todo Regina López Muñoz, no hubiera podido acceder a Edna O´Brien. Mi inglés no da para tanto y bien que lo siento. De este modo, me habría perdido una autora fundamental y un espejo en el que mirar algunas preocupaciones, algunas historias que están aún sin escribir para mí.      C reo que si hubiera leído estas Memorias sin conocer sus otros libros no hubiera podido ent

"Te encontraré. En busca del hombre que me violó" de Joanna Connors

    E l comienzo del libro es sensacional. Describe, como si le ocurriera a otra persona, la violación que sufrió con treinta años cuando estaba cubriendo la información de una obra de teatro. El relato de ese hecho está realizado de forma magistral. Podemos verlo y, sobre todo, podemos sentirlo.     A sí  se inicia esta historia verdad de Joanna Connors , periodista y violada. Como si contara una noticia. "Tenía treinta años cuando abandoné mi cuerpo por primera vez "     D espués de eso, nos relata cómo ese acto de violencia, porque no otra cosa es una violación, conformó su vida, influyendo en ella más que todas las cosas buenas que hasta entonces había vivido. Cómo la convirtió en una mujer miedosa, asustadiza, llena de dudas. Cómo estas dudas se extendieron como una mancha de aceite sobre todo lo que la rodeaba, incluidos sus seres más queridos.     H abla también de silencio y, por fin, de revelación. Porque, a continuación, nos explica porqué y cómo contó a sus

Como si nada hubiera

(Cindy Sherman. Autorretrato) E l armario tenía guardado, en una caja de cuadritos rosas, aquel vestido que ya no recordabas. El armario, mira por dónde, tiene mejor memoria que tú misma. La caja estaba en un rincón del altillo, poco expuesta a las miradas pero deseosa de que, algún día, alguien tirara de ella y la volviera a abrir. El vestido está envuelto en papel de seda, también rosa, como si se acabara de guardar, como si fuera un envío glorioso que un pretendiente enviara para solicitar un beso a cambio. Es de color malva, casi lavanda, de bambula y raso. Tiene una falda ceñida a la cintura que luego se abre en capas, como podría llevarla la mismísima Grace Kelly si tuviera ocasión de atrapar a un ladrón en tu bahía. Y unos tirantes finísimos, anudados en forma de trenza, un escote importante, algo que a tu padre no le gustaba y a tu madre hacía soñar con tiempos pasados. Te movías y el vestido tenía su propio aire. Era ligero, majestuoso y lleno de encanto.  E n el

Algo me ha señalado la salida

    (Foto: Nina Leen. 1946)      A penas te conozco. Si conocer puede llamarse a ese acto íntimo de oír tu voz entre los instrumentos. O la sonrisa esquiva y tímida en un vídeo de Youtube. Apenas te conozco pero esta es la mañana gris y lluviosa en que coloco de fondo tu voz para que acune las palabras que escribo. No hay nada más perro que el amor, dices mientras tecleo con decisión en este ordenador, después de haber dejado a un lado un libro que me ha hecho atrapar las palabras en el aire. Los dos, el libro y tu música, sois los magos de un día que ha empezado lleno de convicción. Sí, debo hacerlo, lo haré, porque merezco hacerlo, porque no quiero ser cobarde. Porque odio el victimismo y la autocompasión. Esas dos palabras las usa ella, la mujer del libro. Me resuenan en la cabeza y me salen a las manos. Los ojos me lagrimean porque la alergia primaveral está haciendo de las suyas y quizá porque abuso de la lectura en estos días. Qué podía hacer, si no. Dónde podía encont

El muro

(Nina Leen. Beauty Lessons para Life Magazine) Una vez frecuentó un muro de Facebook que era como un corral de lobos. Imagina un reducto cerrado en el que sueltas a especímenes muy distintos, todos enfrentados y todos ansiosos de merecer atención. Ellos, por un motivo parecido al ego. Ellas, por ese motivo eterno que no hace falta explicar. Todos, casi todos, disputando una presa que, en realidad, no estaba en almoneda.  Participar de un aquelarre semejante la dejó exhausta. Las redes sociales se vuelven insociales cuando su principal objetivo se pervierte. Cuando no sirven para comunicar sino para disputar y zaherir. Ella no había entendido todavía que la competencia no es solo una cuestión voluntaria sino que, sin haberlo buscado y sin saberlo, puedes verte incluida en un mercado persa en el que todos los productos tienen un precio.  Las secuelas de aquella brutal exposición de aves de presa, de mediocres al alza, de faltos de voluntad sin remedio, no se hicieron esp

La extenuante costumbre de mantener la esperanza

Ahora el día tiene muchos colores. Cambia sin darte cuenta. Desde el amanecer, más oscuro si cabe que la noche, hasta el ocaso, ese momento en que todo es indeciso. Cuando pones el pie en el suelo ya sabes que tu cabeza va a procesar el estado de las cosas. Y te preguntas, sin tener muy claro por qué, a qué se debe tanta incertidumbre, de donde viene ese sabor a angustia y, sobre todo, quién te trajo hasta aquí. El recorrido del día se salda con entrega, un poco de agua de olvido rociada sobre los recuerdos, demasiadas palabras que no llegan y, al caer la noche, ese balance triste y un no ha podido ser.  De esa manera llegas a preguntarte y esto sí es una pregunta decisiva, qué parte de ti presentar al mundo; si ha de ser esa esperanzada forma de querer encontrarlo o si, por el contrario, debes darte la vuelta y ofrecer tu espalda. A todo esto, por mucho que interrogues o que busques, sabes que él ya no está, que se ha marchado, que su marcha no tiene frase alguna y que es un

Nueve escritoras en la oscuridad

(Elizabeth Taylor. 1912-1975. Una vista del puerto. La señorita Dashwood) Ana y yo disfrutábamos de un alegre mediodía de compras y luego, en el almuerzo, después de hablar de la vida y de la moda, nos hemos adentrado en el territorio intenso de la lectura y los libros. Así han salido a relucir los nombres de aquellas mujeres que ahora leo y que antes no conocía. ¿Cómo es posible que estas escritoras hayan permanecido ocultas? ¿Cómo es posible que sean tantas? Ambas preguntas se han lanzado al aire y se han quedado sin respuesta. (Stella Gibbons. 1902-1989. La saga de Flora Poste) Podíamos hacer el esfuerzo de contestarla pero no estaríamos de acuerdo en los motivos. Sin embargo, me estremece pensar que sin el esfuerzo de las editoriales independientes (cada vez más activas en España, cada vez más prestigiosas y más creativas), no hubiera llegado a nosotros toda esta literatura de calidad, maravillosamente escrita, tan variada de temas como alta de emociones. En los ú

Advertencia

Si es de noche y es lunes y no suena el teléfono es que las cosas ya no son como eran. O lo son y tú no lo sabías. O lo eran y no te convencieron. El móvil está mudo. La pantalla está oscura. Su nombre no aparece. Por mucho que lo mires no te va a obedecer. La técnica no llega a tanto. No actúa por su cuenta. No hay robots que sepan del amor. Ni amores que superen el vacío. Te preguntas ¿por qué? y casi no lo sabes. O no quieres saberlo aunque casi lo intuyes. Si te sientes culpable, entonces eres mala, aunque es un daño propio, un daño hacia ti misma. Nada en él te remite a pensar que está sufriendo, que echa de menos tu voz esta noche de lunes, que quisiera escucharte aunque algo se lo impide. Un vacío se instala en el estómago. Se queda ahí, esperando que el paso de los días, a modo de milagro, lo convierta en nostalgia sin pesar y sin duelo. (Fotografía: Nina Leen) 

"Objeto de amor" de Edna O´Brien

En ese difícil territorio del relato corto encontramos a una Edna O´Brien pletórica de condiciones, sabedora del terreno que pisa, intensa, apasionante y llena de matices. En las veinte historias que componen el libro “Objeto de amor”, recién publicado por la editorial Lumen con el concurso de su traductora habitual, Regina López Muñoz, hay de todo pero, más que nada, emoción. No la emoción de la sorpresa, sino la del sentimiento. Un paisaje fieramente humano, en un trasfondo social lleno de cortantes aristas y de personajes formidables. Los retratos femeninos, rotundos, dibujados, expresamente lúcidos; los hombres, en el lugar oscuro que les confiere su falta de empatía, su poca participación en la vida familiar o algunas de sus costumbres que convertían la convivencia en un infierno, el alcoholismo, la agresividad. No hay intención de juzgar, sin embargo; es más bien un muestrario, seguramente con un tinte autobiográfico, como lo tienen todas las historias que trasminan piel y

La mecanógrafa

    R ecorría la calle todas las mañanas, primero hacia un lado, luego, hacia el otro. A primera hora podía oírse el sonido de sus tacones por la acera derecha, cuando se dirigía apresurada a la oficina de compraventa de coches que había cerca de la iglesia. Se llamaba Lucy y era muy joven. Había aprendido mecanografía en la Academia de Don Manuel y era una experta en pasar el carro a toda velocidad. Sus manos eran muy cuidadosas colocando el papel, porque ya se sabe que esta es una operación que requiere pericia. No tenía faltas de ortografía y sus jefes se fiaban totalmente de ella cuando le dictaban alguna carta. Siempre tenía claro de qué forma abordar los pedidos, las reclamaciones de deudas, las peticiones de material...Era una mecanógrafa perfecta que nunca dio ningún motivo de queja y que tenía las condiciones para ascender, incluso a jefa general, cuando llegara el momento.       P ero un día faltó a su cita. No se oyó el taconeo habitual ni se vio su imagen menuda, vest

La maestra

    T enía una voz asombrosa. Un punto chillona, pero, en muchos momentos, cálida y firme. Te daba seguridad oírla, era el elemento que cohesionaba el aula, la perfecta directora de una coreografía diaria que convertía a las niñas en actrices de una película sin guión. Iba tan bien vestida que parecía una actriz. Las rebecas de punto, las faldas tubos, los jerseys de cuello a la caja. En los tiempos de calor, unas blusas de colores pastel con adornos de pequeños encajes y otras fruslerías. Zapatos de tacón, bien asentados en el suelo, firmes pero sonoros. Tac, tac, tac, repiqueteaba a su paso. Tac, tac, tac, movía las piernas con un ritmo envidiable.  D ebía ser guapa aunque no se casó. Tuvo un novio de muchos años, un novio fotógrafo que no estuvo a la altura. Ella era más lista, más inteligente, más lúcida y más atrevida. Así que el novio se convirtió en una sombra, primero, y luego en una ausencia. El recuerdo de sus manos es el más latente: unos dedos perfectos, que agarraban

"El cielo es azul, la tierra blanca" de Hiromi Kawakami

Esta es una historia muy sencilla. Su exotismo tiene que ver con el lugar en el que transcurre. Pero los sentimientos son universales, tanto que forman parte de la vida desde siempre, en cualquier sitio. Y de la literatura, como reflejo de la existencia. Una mujer se enamora de quien fue su maestro. Así lo llama, maestro. Y en cierto modo lo es, porque ese amor, correspondido, dibuja de nuevo los objetos y la vida, los convierte en algo diferente, los enuncia y define como antes no habían existido.  Ambos viven la historia de forma distinta, porque para él es su último tren y para ella su tren más especial. Así suele ocurrir con el amor, que aparece cuando no debe y hacia quien no nos conviene.  Los dos comparten momentos especiales. Los ritos habituales se trastornan y son otra cosa, tienen otro sentido. Un tranquilo día de mercado es un estremecimiento único para ellos. Una fuerza hace que se levanten y se hallen, también que descubran lo que va a unirlos a pesar de dolor

Mirándote

Te recuerdo en la noche: eran tus ojos. Atraviesa las horas y convoca los días porque así lo quisimos, los dos en esta orilla. El puente rezumaba calor y los barrotes tenían el aire lento de los sueños. Nuestros pasos ardían. Todo incendiaba el mundo. El anuncio llegó sin que supiéramos qué gesto componer, aunque era fácil. Una pregunta solo. Una respuesta. La evidencia nos dejó sin palabras. Bastaron los abrazos. Bastó el beso. Y mirándose al cabo de la calle, en el umbral del río, la cinta plateada al borde de los pies, todo quedó acordado en un minuto. Aquí los dos, aquí la más clara promesa que el tiempo no la borre, que no la acabe el tiempo, que el tiempo no termine. Nunca supe que entonces el tiempo nos mentía. El tiempo nos dejó sin terminar la historia. El tiempo fue la causa y ahora dime qué queda, si no es el puente, con su ardor imposible, si no es el río, con su perfil quebrado hasta los huesos. 

Nunca contigo

Esas tardes de compras por el centro, en el acicalado tiempo que prepara la dicha, recorriendo las tiendas de la mano, sonriendo quizá y deteniéndose allí, en un escaparate. Él dirá entonces, quieres esto y ella, la mujer de ese momento, contestará que sí, que le gusta, que le encanta esa joya o ese foulard o ese vestido azul. Y reirán en el probador. Y se besarán en la puerta de la tienda.  Esas noches de viernes con la cena dispuesta en un buen restaurante. Un lugar de banquetas altas, de pequeños trozos de comida en platos grandes. Esas horas que anteceden la madrugada en las que él la mira y ella, la mujer de esa noche, se ríe con suficiencia. Es suyo. Y luego, en la hora de las copas, brindando con gin tónic en copa de balón. Y se besarán a la salida de un local en el que debería haber humo si las cosas fueran como deben.  Esos domingos al mediodía en los que el almuerzo se convierte en una fiesta. Un almuerzo preparado, presentido, agasajado, lleno de matices. Un almue

Culpable de tristeza

(Henriette Theodora Markovitch. Dora Maar. 1907-1997) Ella era una joven intensa y generosa. Tenía talento. Posaba su mirada en cualquier cosa y la cosa se abría como una flor. Podía comerse el mundo con sus manos. Tenía el encanto de la inteligencia y la ingenuidad de quien es inocente pese a todo. Ella estaba camino de alcanzar esa felicidad de darlo todo. De ofrecerle a los otros lo que era, a modo de collage, fotografía, cualquier asunto convertido en arte.  Pero lo conoció. Tuvo la mala suerte de que el destino lo pusiera delante y ya nubló su vista y ya no pudo ver sino su sombra. Dejó de lado los pinceles y la cámara, lo arrumbó todo. Se sentó a esperar en el silencio que él la viera, que él la mirara, que él la recorriera, que él la sintiera, que él la salvara o, al menos, que no la castigara demasiado. Tiró por el bajante de los sueños todo lo que su vida había previsto. Y pasó de ser una dulce mujer con ojos sonrientes a la persona triste que daba grima al verla,

La censura de la palabra

A los doce años leí a D. H. Lawrence. Naturalmente a escondidas. Mi casa no se caracterizaba por ningún fundamentalismo pero fue una acción preventiva. Forré El amante de Chatterley con papel de colores y lo mismo hice con Mujeres enamoradas y con Hijos y amantes. Conocí a Connie y su búsqueda del amor pasional, ese que no admite demora en la imaginación de los que sienten la  sangre  joven correr por sus venas. Conocí a Mellors y su especialísima forma de vivir el sexo y el encuentro amoroso. Conocí la frustración de Lord Chatterley, el miedo de otros y la obsesión de algunas. Conocí la hipocresía de los que censuraron el libro y la falta de imaginación de los que convierten en pornografía sin entenderlo.  No fue el único caso en que una posible censura, que quizá era fruto de mi imaginación, o la necesidad de leer cuando debía estar estudiando sesudos textos académicos, me llevó a camuflar mis lecturas. Y, aún más, proteger mis Diarios y mis cuentos, todas las historias que es