La tienda de Celestino era un hervidero de gente los días previos a la Navidad. Casi toda la calle venía a hacer sus encargos para que, cuando a los niños les dieran las vacaciones en el colegio, en las casas no faltara de nada. Bueno, en realidad resulta inexacto usar la expresión “toda la calle”. Habría que especificar “casi toda”, exactamente la mitad de la calle que pertenecía a su “jurisdicción”, porque la otra mitad compraba siempre en la tienda de Cesáreo. Ambos eran montañeses, rudos, un poco avaros y con enormes bigotes. Pero Celestino era de carácter más abierto y contaba de vez en cuando chistes sin gracia, mientras que Cesáreo estaba siempre enfadado con el mundo. Luego se demostraría que tenía motivos para ello. Nosotros comprábamos en la tienda de Celestino porque estaba justo enfrente de la casa, de nuestra casa. Cruzar la calle y ya está. La calle, empedrada y lenta para los coches, pero una delicia para los niños, porque allí se estaba en la gloria. Cru
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