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Mostrando las entradas etiquetadas como Vivian Maier

Papá

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Los niños andan atareados. En todas las clases hay barullo de papeles de colores, de lápices, de rotuladores, de tijeras...Todos, incluso los que son menos mañosos, se afanan en decorar una tarjeta, hacer un recortable o un cuento. Preparan los regalos del día del padre. Los llevarán a casa y esperarán la mirada satisfecha de su papá y quizá una lágrima furtiva que a algún padre se le escape.. Esto no tiene que ver con la lista de regalos de los grandes almacenes, ni con los anuncios de la tele, sino con el invisible lazo que une a los hijos con sus padres, un lazo indestructible, aunque invisible. Estos padres de ahora no son, a simple vista, como los de antes. Tienen la enorme suerte de poder estar más tiempo con sus hijos y no los ven ya acostados, como solía pasar cuando el trabajo los ataba tristemente a ser una especie de fantasmas con escasa presencia. Pero, aún entonces, desde lejos, los padres eran el referente único al que uno volvía la vista en todas las ocasiones, la seg

El caso de Vivian Maier

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(Autorretrato. Vivian Maier. 1954) Me resulta tan extraño que haya quien se sorprenda del caso de Vivian Maier ... La gente que así procede no ha entendido que existen miles de artistas escondidos, miles de obras de arte sin conocer. Creen, erróneamente, que todo lo bueno sale a la luz; que todas las buenas historias se publican; que todas las buenas obras de arte terminan exponiéndose. Pero no es así. Diréis: la historia de Vivian Maier contradice esto, porque, al final, sí que han terminado apareciendo sus fotos. Vale. Es cierto. Pero hay muchas Vivian escondidas. Y de esas no podemos hablar. Porque hay personas para las que la creación tiene solo el significado de entenderse a sí mismas.  La editorial Lumen acaba de publicar "Una vida prestada", un libro escrito por Berta Vias Mahou que relata, con una mirada interior, qué ocurrió para que las fotografías de Maier no hayan sido conocidas sino muchos años después de realizarse y de un modo casual. Es más,

Móviladictos

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(Foto: Vivian Maier) Una madre me lo contó alarmada . Mi hija no me habla, no levanta la cabeza del móvil cuando está sentada en la mesa para comer o en el sofá, donde quiera que sea. Siempre está enganchada al móvil. Otros padres y madres lo corroboraron. Mi hijo se encierra en su habitación con el móvil. Se duerme con el móvil en la mesita de noche. Cuando se queda sin batería se pone de mal humor. Me contesta mal si le digo que lo apague. Me lo cuentan también algunos niños. Después de almorzar me voy a mi cuarto y me pongo con el móvil. Y ¿qué haces con él, les pregunto? Hablo con los amigos por el whatsapp. Nos contamos cosas.  Los comentarios son del mismo tenor. Los padres están verdaderamente preocupados. Por su parte, en los colegios e institutos los móviles suelen estar prohibidos. Pueden “existir“ pero sin que se note su existencia. No se pueden tener abiertos, no pueden sonar, no pueden mirarse…En las normas de convivencia aparece claramente explicado que están proscritos.

"Apegos feroces" de Vivian Gornick

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    Ser madre es muy difícil. Pero las hijas no llegamos a entenderlo hasta que, a nuestra vez, nos convertimos en madres. En la literatura hay mucho que contar acerca de las relaciones entre madres e hijas, las más intensas y problemáticas de todas las relaciones humanas. Las hijas son el anverso y el reverso de las madres. Cuando esos lazos se han establecido de una forma sana y coherente, eso será siempre un seguro de estabilidad; pero no es posible en todos los casos, más bien es una rareza. Porque ser madre es muy difícil.  La madre es un espejo equívoco. Ni su tiempo fue el nuestro, ni sus intenciones somos capaces de explicarlas ni de entenderlas, ni la diferencia generacional es fácil de superar...Solo el cariño es la argamasa impermeable que puede hacernos escalar puestos en esa lucha por el entendimiento.      Vivian Gornick habla aquí de una relación materno-filial cuajada de las mismas dificultades que la mayoría de nosotros conoce. Eso nos acerca a ellas, a

Dos niñas

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  La calle hace al final un gracioso recoveco y allí está la plaza. Una plaza rectangular, pequeña y muy garbosa. En uno de sus lados, la iglesia, con una portada sencilla y una hornacina con la imagen de la Divina Pastora. Las ovejas rodean a la Virgen y se escapan de su lado, quieren marcharse cuanto antes de allí y volver al campo. Enfrente de la iglesia hay una casa de comidas donde los marineros que desembarcan por algún tiempo tienen un refugio seguro, algo que les recordará a sus madres: comida casera, bien servida y barata. Y en el centro de todo una especie de parque de albero dorado para que los niños jueguen. Allí están ellas ahora, las dos niñas, saltando a la goma y moviendo de sitio las piedras para señalar el tocadé. Ninguna de ellas sabe que esos días de juegos compartidos serán, en el futuro, un asidero para la soledad, un fondo de armario para el abandono y las dudas. Ellas, ahora, bajo el sol del levante en calma, solo entienden de saltos y de risas, de quejas y de

Quien no tiene padrinos...

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  (Foto Vivian Maier) La sabia madre de una querida amiga tenía este refrán entre los suyos: "Quién no tiene padrinos, no se bautiza". Como todas las madres, grandes verdades estaban siempre en sus frontispicios y sabían manejarlas con la suprema elegancia de quienes no se quejan sino que muestran una evidencia.  Cuando eres una niña de barrio todo te cuesta más. Todo se consigue a base de esfuerzo, de trabajo, de voluntad, de estudio y de lucha. Tu familia, en el mejor de los casos, empuja a tu lado, pero el resto del mundo es una abrupta montaña que no se va a dejar conquistar así como así. Si no eres la hija de..., o la nieta de..., o la esposa de...no lo vas a tener nada fácil. Las niñas de barrio, por muy inteligentes que seamos, y a veces lo somos, hay techos que no vas a alcanzar.  Se habla mucho de ese "techo de cristal" que impide a las mujeres lograr las más altas cotas de poder o de influencia. Pero yo hablo de un techo mucho más evidente y oculto a la ve

La cara más oculta de la vida

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  En el debate de la meritocracia no tengo una opinión cualificada. Me temo que, conforme pasan los años, mis opiniones son, en todo, menos cualificadas que antes. En realidad fue la arrogancia de la juventud la que me hizo ver que sabía cosas. He actuado como experto cuando la ignorancia todavía me poseía en grado sumo. Y, al transcurrir los años, voy ganando en invisibilidad y perdiendo en altavoz. Nadie me pregunta lo que opino de las cosas. Soy una sin-opinión de libro. No es que no sepa ni conteste. Es que cada vez me interesan menos debates. Y los únicos que me llaman la atención son aquellos que nadie abre en público. Así que no existen. Hablo conmigo misma por eso. Y esa conversación, ya lo dijo Machado, es imparable. Recorro las horas como si fuera Vivian Maier e intentara atrapar con su cámara la cara oculta de la vida.  Quizá mi afición de ahora a la fotografía tiene que ver con la condensación de las ideas, con ese resumir necesario, porque los discursos largos me cansan y,

Balada de las niñas que sueñan

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(A la Paqui) Las niñas junto al mar, en el brillante corredor de las salinas. La sal volando en piedras de colores. Los fuertes, convertidos en castillos. Los príncipes que llegan sin avisar y se adornan con el tono pardo de la tarde de invierno o el dorado del verano festivo. Las horas en la calle se pasan lentas y tienen todas el mismo movimiento: una historia que contar, una vida que repetir, un cuento que lanzar al aire, sin saber si la noche en el cine volverá a traer a los héroes, los convertirá en seres de carne y hueso, en elegantes caballeros que viajan en limusina.  Así sueñan las niñas y tienen todas nombres de hadas en espera. Las miras y las reconoces en seguida. Andan a saltos por la calle, tienen las rodillas lastimadas y el vestido lleno de manchas de rotulador. Miran a todos lados en busca de respuestas, alzan los ojos, allá en los balcones, en las casas oscuras, en los atardeceres, en la sorpresa, en la auténtica batalla de la felicidad que se adivina al

Andrea, que escribe cartas

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  La escuela era blanca, alargada y enorme. Estaba recostada a los pies de un alto, un lugar en forma de colina que se coronaba por una ermita. A la ermita acudían las muchachas los martes en busca de un novio que las sacara del aburrimiento, pero no parecía que la santa estuviera siempre en disposición de hacerles caso. La escuela estaba allí, cerca de las ilusiones de las novias, con sus ventanales abiertos, sus mesas y sillas verdes y el patio lleno de niños que corrían en busca de ellos mismos. Eso es la infancia, un tiempo rápido en el que un día descubres que eres tú el objeto de ese camino.  Las niñas de la escuela eran un enjambre de abejas laboriosas, que subían y bajaban por un camino abrupto, que nunca faltaban a clase y que querían saberlo todo. Tenían unas letras muy curiosas, con una inclinación especial, producto de una forma concreta de aprender a escribir. Todas ellas sonreían con motivo y a veces sin él también. Eran una nube de esperanzas que se aparecían cada día en

Las margaritas crecen en los coches

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Conozco a algunos tipos pagados de sí mismos. Podían constituir toda una especie. "Tipos" usado en general, hombres y mujeres. Todos ellos seguros de que tienen razón, de que su imagen merece perpetuarse en selfies continuos, de que su voz tiene los tonos más atractivos y de que respiran glamour por todos lados. Los reconozco casi inmediatamente, porque tienden a aparecerse en todas partes, en jardines donde nadie ha plantado margaritas y en salones donde siempre los esperas. Llegan con una risa incandescente, se rodean de algunos de los suyos, usan colores que nunca sorprenden, pero, aún así, se consideran lo más de la hermosura. Flipas si los observas. Despacio, sin que te estorbe el sentimiento o el aprecio cotidianos, simplemente dejando que transcurran delante de ti haciendo sus representaciones. En realidad, los conoces tanto que no llegan a engañarte pero hay mucha gente a la que dan el pego, que los alaban y se sienten alabados, en un intercambio de sinrazones que no

"Todo sueño que es nube se deshace..."

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 Oh libertad errante, soñadora, desnuda de verdor, libre de venas, arboleda del mar, errante nube; si en lluvia el desengaño te convierte, la forma de mi copa podrá darte una pequeña sensación de cielo. Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida, a las cadenas de los largos ríos, a las prisiones de los hondos lagos; vuelve afilada a penetrar mil veces angostos laberintos vegetales. ¡Oh libertad, tus puertas son heridas! No las quieras abrir, sigue encerrada en la sedienta piel o te sostenga el inclinado cauce del torrente. Todo sueño que es nube se deshace. Vuelva a brillar el sol, pues la blancura de esa ilusión de libertad celeste es tan sólo una sombra hecha jirones. No sueñe más el agua, y tenga vida en la savia o la sangre, tenga sólo en mí su libertad, libre en mis lágrimas. (Poema de Manuel Altolaguirre, fotografía de Vivian Maier)

El erróneo color de las horas

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Si algo enseña el paso del tiempo, si algún aprendizaje se deduce de ese sumar días y días, es el sabor de los errores, lo equivocados que estábamos, que estamos, que estaremos. Cualquier ocasión es buena para demostrar que, de cien veces, noventa actuamos de una forma que nunca elegiríamos tiempo después. Si hay gente que piensa todo lo contrario, porque acierta, es para darle la enhorabuena. Ha tenido la suerte de acertar cuando todos los demás erramos. La vida es una suma equilibrada de errores y certezas. Los primeros son más numerosos que las segundas, aunque tienen la característica de que, con el paso del tiempo, los unos bajan en número y las otras aumentan. Ventajas de la vida en sí misma. Los mayores errores están, seguramente, en lo que se refiere a tomar decisiones. Este trabajo por el que me desviví, esa persona a la que adoré, esa otra por la que sufrí, ese tiempo que gasté llorando por no tener o no poder, esa esperanza que se desvaneció después de tanto esfuerzo...Hay q

Seis días de junio

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(Fotografía Vivian Maier. Nueva York, 1957) Cada trece de junio se marchita una rosa. La rosa de tu nombre, tu presencia. Rosas rojas, rosas amarillas, las rosas rosas, rosas. No las rosas del último día, no las rosas gastadas, no las rosas azules ni los lirios, las rosas. Las rosas de los parques junto al río, las rosas de las fervientes orillas. Las rosas del jardín de la casa, las rosas del camino y los bosques. Se marchita una rosa cada trece de junio desde que ya no estás ni puedes levantarte entre felicidades y regalos que tienen, todos, un secreto escondido. Son seis junios pasados y resultan tan largos, tan demasiado largos, tan absurdos, tan llenos de vacío, tan parcos de silencio, tan oscuros y hambrientos, tan tibiamente ausentes. Son seis y estoy buscando en el aire un recuerdo que permanezca firme, que permanezca claro, que permanezca entero, que permanezca todo. Ahí están. Las risas en las cenas. Las huellas de las manos. Los besos en la orilla. Las esperanzas ll

La mujer del carrito

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Ella tiene treinta y tantos años. Su piel morena, con ese tono dorado de los países del Caribe, luce esplendorosa. Lleva siempre los labios pintados de rojo, el pelo muy largo y de color caoba, los ojos grandes y reidores. Se alza sobre sus altos tacones, con sus vaqueros ajustados, camisetas con letreros y cazadoras rockeras. Cualquiera que la vea puede pensar que es una persona feliz, con una vida holgada y sin preocupaciones.  Pero la mujer no va sola cuando pasea por las calles del pueblo, de este pueblo cercano a la capital, lleno de nuevas urbanizaciones, de edificios nuevos, de amplias carreteras por donde la gente hace footing. La mujer nunca va sola. Lleva, con movimiento airoso y decidido, un carrito. No un carrito de bebé. Un carrito de niño. Un carrito diferente, rojo intenso. En el carrito va su hijo. Tiene ocho años y la piel más oscura, rizos, una cara risueña casi siempre. Tiene parálisis cerebral. No anda, seguramente nunca andará. Apenas habla. Oye mal. 

La ciudad desnuda

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Nueva York es la ciudad más fotogénica del mundo. La que despliega una belleza oscura y penetrante en tantas películas románticas, negras o dramáticas. Cualquier género se retrata mejor en sus puentes, sus islas, sus calles, sus edificios, sus tiendas, sus semáforos. En "La ciudad desnuda" parece que Vivian Maier ha trasplantado al cine sus propias fotografías. Esa mirada que sobrevuela la fealdad, buscando el pequeño matiz que haga de la escena un paisaje tierno que provoque una sonrisa entre el calor y el frío.  Pensaríamos que se trata de ella, si no fuera porque sabemos que es imposible, porque su trabajo de niñera ocultó tantos años su obra y porque conocemos que el director de fotografía fue el excelente William H. Daniels, a quien bastaría este trabajo para ser reconocido como un genio del blanco y negro.  Esta es una película extraordinaria. La voz en off que la conduce hace un curioso papel de coprotagonista, porque no solo narra los acontecimientos sino que