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Mostrando las entradas etiquetadas como Raoul Dufy

Mi Uni

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  Ser alumna es el mejor estado. Siempre aprendiendo algo, aprendiendo de alguien. Ahora está de moda hablar mal de la universidad. Se dice que es bastante cainita, que está politizada y que los profes tienen un nivel muy bajo. Y puede ser que sea verdad. Pero la mía, mi Uni, era tan otra cosa que me cuesta trabajo no saltar de la silla cuando oigo estos comentarios.  No creo que sea por la nostalgia del pasado, ni siquiera porque yo aún mejor que profesora, soy buena alumna. De esas de entender el papel del profesor y de buscar por ahí para enterarme de más cosas, de tener unos apuntes preciosos con dibujos y todo, de ampliar conocimientos y de sentarme en las primeras filas para no perderme nada, como si fuera un estreno de cine. En mi Uni había profesores fantásticos, algunos de los cuales están al pie de los libros que andan por la casa, gente experta que sabe mucho, gente muy digna, gente preparada y buena gente. Algunos de ellos me hicieron un gran favor en determinada ocasión y

En cualquier parte crecen rosas

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(Rosas de Raoul Dufy) La ventana tiene postigos rojos. Refulgen a la caída de la tarde. Los tiradores de latón están limpios y en ellos se refleja el sol poniente. Al otro lado del valle se adivinan las potentes montañas que ahora no tienen nieve, sino un manto tibio de verdor salado. La casa se mantiene en silencio, a la espera de que el trasiego de la noche lleve a la cocina la agitación del momento de la cena. Todas las ventanas anuncian que el crepúsculo ha terminado de mezclarse con la bruma de la oscuridad nocturna. Todos los ojos están puestos en ese final del día colmado de sonidos propios. Un leve chisporroteo, la canción que sale de la radio, el ladrido discreto de un perro a lo lejos. Es la hora breve del tránsito. La calle está desierta. Las pocas casas que se abren a cada lado, tienen puertas cerradas, postigos entreabiertos y un sospechoso aire de calma sobrevenida. Este paréntesis tiene a todos inmersos en un tiempo de paso, que dará pronto sitio al jolgorio de l

Alicia y Dufy

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  Raoul Dufy fue un descubrimiento. Encontré un mundo nuevo cuando estudiaba Arte. Era lo contemporáneo. Acostumbrada como estaba a que todo acabara en el siglo XIX con los impresionistas, que lo revolvieron todo y llenaron los libros de amarillos, mostazas y plein air, aquello era algo distinto. Porque luego llegaron las vanguardias y ya de eso no nos enterábamos si no íbamos a la universidad a estudiar Arte. No sé de dónde procede mi atracción por esta pintura que otros califican de "sin control". Y Raoul Dufy fue uno de los reyes del mambo en esos años y sigue siéndolo. Así que nos plantamos en Madrid, en mayo de 2015, para ver su exposición en el Museo Thyssen. Pocos viajes más placenteros, pocos días más especiales, pocos tiempos más felices. Aunque Dufy fue el centro de todo en aquel viaje, hubo más. Para empezar unas almohadas tan suaves y tersas que te invitaban a dormir. Fue la primera vez en años. Dormir sin preocupaciones, dormir tras cansarse, dormir tras recorrer

Dufy en una carretera azul

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Raoul Dufy podía haber nacido en Cádiz. Sus azules hubieran sido tan turgentes y vivos como pueden apreciarse en sus cuadros. La obra de Dufy es para mí el santo y seña del mar, la auténtica viveza del tiempo de los encuentros, las olas en su navegar hacia la orilla. El océano rodeado de la pequeña y multicolor marea de gente que apenas entiende algo más que ese bienestar irrepetible de su brisa. Mi mar, mi océano, está en los cuadros de Dufy.  El marido de Edna O´Brien aborrecía que ella escribiera. Y tuvieron sus más y sus menos. Diferencias irreconciliables lo llamaría un abogado de divorcios. Yo lo llamo incapacidad para amar y para ser generoso con uno mismo. Envidiar el talento del otro es pecado. Envidiar el talento de alguien a quien deberías querer es mediocridad. Y ser mediocre es peor que ser un pecador. Cuando Ernest descubrió el borrador en el que ella describía una carretera azul en un paisaje que su cabeza había recreado a partir de las ondas azules de

Una carretera azul

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Raoul Dufy podía haber nacido en Cádiz. Sus azules hubieran sido tan turgentes y vivos como pueden apreciarse en sus cuadros. La obra de Dufy es para mí el santo y seña del mar, la auténtica viveza del tiempo de los encuentros, las olas en su navegar hacia la orilla. El océano rodeado de la pequeña y multicolor marea de gente que apenas entiende algo más que ese bienestar irrepetible de su brisa. Mi mar, mi océano, está en los cuadros de Dufy.  El marido de Edna O´Brien aborrecía que ella escribiera. Y tuvieron sus más y sus menos. Diferencias irreconciliables lo llamaría un abogado de divorcios. Yo lo llamo incapacidad para amar y para ser generoso con uno mismo. Envidiar el talento del otro es pecado. Envidiar el talento de alguien a quien deberías querer es mediocridad. Y ser mediocre es peor que ser un pecador.  Cuando Ernest descubrió el borrador en el que ella describía una carretera azul en un paisaje que su cabeza había recreado a partir de las ondas azules del ma

La Costa Azul: el sueño de cada verano

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(Raoul Dufy. La Costa Azul) Todos los años en estas fechas, iniciado ya julio, sueño con que estoy en la Costa Azul. El sueño se repite de noche y se recuerda de día. La vida cotidiana mantiene ese sueño en el aire y el espejismo baila sobre la cabeza y se muestra en cada momento, como si estuviera anclado a una parte de mí, inconmovible. Veo a Max de Winter mientras se enamora de una muchacha sin nombre, que lleva media melena descuidada y una rebeca muy sencilla. Ambos surcan las carreteras orladas de árboles y se deslizan hasta precipicios innombrables, allí, junto a las calas de agua verde y brillante.  En los descapotables viajan las jóvenes con sus mejores trajes, sombreros y fulares al viento, incluso abatidas por el recuerdo de Isadora Duncan y su absurda muerte, pero manteniendo una sonrisa descomunal, como si no pudiera evitarse ese destino ni otros semejantes. Grace Kelly tiene una estampa fulgurante, plantada allí, junto a Cary Grant, que sobrevive entre el enga

Azul, el azul, todos los azules

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(Raoul Dufy) Brillas con el azul, pensó cuando observó que llegaba, con ese paso rápido, nervioso y lleno de preguntas sin respuestas. Brillas con el azul y por eso me asusta mirarte y descubrir que hay un motivo que antes de ahora no era. El día que descubrió que un algo súbito había cubierto su corazón de escarcha ardiente, él vestía de azul, el color que mejor se asemejaba con su voz y sus manos. Las manos son azules, pensó ella. Se mueven como si siguieran el ritmo de una canción no escrita, una melodía inventada, inexistente, invisible, única. La voz es azul, siguió pensando. Un tono diminuto con ecos del pasado que no quiere dejarse atrás por nada y con una leve, insignificante esperanza, trasunto de un alma dividida. No sé por qué, no sé por qué ni cómo, repetía.  Había amanecido azul-prusia y las horas siguieron azul-verde, color del mar y de la brisa que azotaba el río, canal arriba, esclusa, azul-cobalto, en ese tránsito de puentes en el que era posible verlo a ca

Pero mi corazón no estaba allí

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El enorme catálogo se despliega ante mí en esta tarde de primavera sevillana, fresca y con aire de poniente. El poniente es el viento que, tras entrar por la bahía de Cádiz, sube el Guadalquivir y refresca los cuerpos, rescatándolos apenas de esa calima sorda y exasperante. El catálogo, lleno de luces, de color y de fuego, muestra allí la pintura, casi toda, de Raoul Dufy, el artista a quien llamamos “fauve” y al que podíamos calificar de tantas cosas. La sala es azul. Abiertamente azul. El azul es el leit-motiv, el valor seguro, la melodía que recorre las paredes y revierte en los ojos y se abre como un caleidoscopio que entreviera todos sus matices. Es el azul el tono, la música, la idea, la fórmula, la magia, el sueño, la pregunta y la respuesta.  Allí, en una esquina, un grupo de personas, sin rostro ni identidad alguna, se mueve en un paso de baile pronunciado, al lado de la mar, el mar, azul de nuevo. Al fondo, los barcos balancean su casco al son de la marea. Las ol