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Catorce Nochebuenas

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(Ramón Casas i Carbó.  Mujer sentada) En la Nochebuena número catorce la calle refulgía de recados, prisas y sonidos especiales. Las mujeres eran las reinas de la fiesta. Tenían en su mano el control de las cacerolas y los guisos, y, por una vez en el año, ordenaban a sus maridos qué hacer. Ellos estaban poco duchos en las cosas domésticas y trataban de no estorbar demasiado. Con eso era suficiente. Era una calle larga y sinuosa, con varios tramos de casas blancas y de color albero. La casa de la esquina tenía un zócalo de piedra ostionera y unos enormes cierros a la calle, de hierro forjado, y una azotea vibrante, desde la que se veían el horizonte, las salinas, el océano entero. En la casa de la esquina, la niña vivía su Nochebuena número catorce y estaba muy contenta porque ese año, por fin, su madre había entendido que tenía que usar sujetador y eso la convertía en alguien diferente. Solo una cosa faltaba para que su transformación fuera completa, pero tenía la esperanza de que o

El hilo dorado

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("Tristeza", Ramón Casas) Miró hacia atrás y no halló nada. Tenía sesenta y seis años, nueve hijos y acababa de quedarse viuda. Miró a su alrededor y no halló nada. La casa tenía un aire espectral, el mismo que adquirió cuando todos supieron que él iba a morirse. Nadie advirtió los síntomas, nadie supo que algo le pasaba, salvo por una leve tristeza y un cansancio nuevo. Ni ella lo supo y era la mujer con la que había convivido más de cuarenta años. La enfermedad cayó como una losa porque ese hombre generaba a su alrededor todas las unanimidades, era la fuerza que hacía brotar los días y el aire que movía las hojas. Las hijas lloraban a escondidas, los hijos se asustaron. Eran los más jóvenes y tenían poca experiencia de la vida. Un parasol de dicha los había cubierto hasta entonces. Ella supo que todo se acababa un día que encontró al hombre desnudo, sin poderse mover, mientras dos de sus hijas lo aseaban. Aquello le rompió el corazón. Siempre había sido tan pudoros

Así que el tiempo se encargue de borrarte

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(Pintura, Ramón Casas)  He abierto las ventanas y un aire húmedo y frío se ha colado en la casa. Los manojos de flores se escondieron y los jarrones tienen un perfil de vacío acompasado. La música cesó. Se pararon los llantos. El silencio ha encontrado su sitio. Así está todo: tibiamente perdido.  Si la lluvia lo arrasara todo, si limpiara mi corazón de ti. Si me dejara libre, sola, sin esa opresión que me traes y que nunca se marcha. La lluvia que corre de ventana a ventana, la lluvia que quiero sentir dentro, para no conservarte en ninguna memoria.  Hay un torrente de besos que nunca se han besado, una huella de manos que se alejan de mí. Este viento de la mañana tendría que convertirme en estatua de sal, borrar los sentimientos, borrarte, sin esperar a que el tiempo se encargue de convertirte en un mal sueño. 

A veces, el silencio...

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(Ramón Casas) No te dejes llevar por mi sonrisa ni por esa inquietante mirada de mis ojos ni por el movimiento de mis manos ni el rojo intenso de mi lápiz de labios. Más bien fíjate en el silencio en las horas que paso sin hablarte en los huecos que dejo entre palabras en las oraciones inconclusas y ajenas de sentido. Repara en todo eso hoy que ya sabes que tiemblo solo de tenerte cerca que busco ser, al menos una hora, el motivo fugaz de una ilusión sin límites. 

Tarde azul sobre un tiempo dorado

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(Pintura de Ramón Casas) Recuérdalo recuérdalo en el próximo otoño cuando los días sean cortos y largas las noches cuando el desasosiego llegue y se alejen las distracciones cuando algún acontecimiento te haga necesaria.  Recuérdalo recuérdalo en las noches de soledad cuando una punzada de ausencia lo inunde todo cuando se espere tan poco que la vida no cubra cuando no haya donde mirar ni mirarse. Recuérdalo  recuerda este dolor de ahora recuerda que este vacío existe y tiene nombres recuerda que eres tan solo un instrumento un juguete perdido, una moneda sin valor. Recuérdalo recuerda que los instantes se clavan en el alma recuerda que no tienes donde volver los ojos que su hombro no está para llorar ni besan sus labios, ni sus manos acarician.  No dejes de recordarlo porque de esa manera el olvido tendrá un camino abierto así un día tus ojos dejarán de soñar con su mirada esquiva así no dolerán sus adioses ni su indiferenc

No me dejes

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Sonaba una canción en francés. El cantante tenía la voz trémula, gastada, como si de verdad sintiera lo que la copla decía. Es la música, piensa ella, que te hace encontrarte de frente con lo que no quieres saber ni ver. Así es la música, una manera única de levantar el ánimo o de hundirlo del todo.  No me dejes, decía aquella voz. No me dejes, pensaba ella. Es imposible que me olvides. No puede haber cambiado tanto de ayer a hoy. No pueden haberse sembrado mentiras donde antes hubo sueños. No es posible que hoy sea olvido lo que ayer se vistió de esperanza. No me olvides y, sobre todo, no me dejes.  La voz se va agostando, se termina y la música cesa. Todo se para. El mundo se ha parado de repente. Ella recoge la tristeza con las manos, se arropa y se devuelve una sonrisa en el espejo. La sonrisa confirma lo que ya ha adivinado de antemano. No me dejes, repite, no me olvides, no puedes olvidarme. Soy la misma persona, piensa ella. Mi risa es la misma y son las mismas estas

Aire breve

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(Mujer de vestido rojo. Ramón Casas) Cuando la vida se escribe en letra mayúscula y los acentos recaen siempre en la misma palabra, cuando las horas transcurren como olas marchando y regresando de continuo a modo de canción de una sola estrofa... es entonces cuando entiendo que la nostalgia prende que las manos se curvan, que los ojos se llenan de una velada penumbra sin secretos de un resplandor fugaz de una victoria que no sé describir sin hablar de besos encendidos.  Cuelgo entonces en mis labios la risa como una máscara de un teatro inventado callada soledad, abierta, plena, difusa soledad en lo que soy, mastico el nombre que te di al tenerte maldito corazón, vigilia rota, dentro de esa razón hallo un secreto que no sabes, ni sé, ni se comparte,  que no está, que no existe, que no es nada salvo aire, la tenue sombra anclada en el vacío.