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Mostrando las entradas etiquetadas como Escritos

Curso de verano

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  /Campus de Northwestern University/ Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida. Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno

La primera vez que fui feliz

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  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

Siempre quise vivir en una plaza

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  Siempre quise vivir en una plaza. No sé si tuvo algo que ver en eso la querencia familiar por cierta película en la que la protagonista vivía en una plaza de Londres, cercada por la niebla, vecina de una anciana pizpireta que hacía demasiadas preguntas y que, al final, ayuda a que todo se solucione y a que el malvado Charles Boyer reciba su merecido y triunfe el amor entre Ingrid Bergman y el bueno de Joseph Cotten. Aunque Cotten, todo hay que decirlo, luego nos puso los pelos de punta cuando decidió cortejar a viudas ricas y cargárselas, todo ello al son de una música terrible. No es como esta música de The Cramberries que suena ahora y que inunda, totalmente, el maravilloso piso de Meg Ryan en Tienes un email. Hay que ver lo que es el cine... Se convierte en tu paisaje y terminas siendo un personaje más o un espectador privilegiado.  Siempre quise vivir en una plaza. Mi calle de la infancia era, a mí me lo parecía, bulliciosamente alegre y había siempre un sol que la atravesaba, in

Elegantes

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  He encontrado esta foto en una red social. Me ha hecho pensar, recordar, escribir. Aparentemente solo son personas que están tomando algo en una calle de Londres, en una terraza de mesas verdes y sillas que parecen bastante incómodas. Aquí en primer plano un señor mayor. En segunda fila una pareja que está comiendo algo. Más allá otro señor. El señor mayor tiene un libro en la mano, está leyendo. En la silla de al lado hay más libros y lo que parece ser otra bolsa también llena de libros. No hay nada en la mesa, acaba de llegar o no ha pedido nada. Está absorto en la lectura. Lleva gafas de montura negra. Está concentrado absolutamente en lo que lee. La distancia nos impide ver de qué libro se trata.  El hombre mayor va muy bien vestido. Pantalón gris de raya bien planchada, una camisa clara, una chaqueta azul. Lleva calcetines azules y unos mocasines negros bien limpios. Es un hombre elegante y su elegancia no es afectada, no es cursi, no es presuntuosa, sino natural. Es elegante la

Nieva sobre la Toscana

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Esta tarde, las tres, que somos tan distintas, hemos escrito versos sobre el mantel de flores. Las tazas blancas del café, las cucharillas, el sonido rítmico del agua a un costado, todo eso ha sido el telón de fondo de nuestro imaginario viaje. Hemos llegado a la Toscana al ritmo de esos versos. Los versos de catorce sílabas y, aunados, tres corazones diferentes con la intención de verter algo de desconsuelo y recoger sonrisas.  Hemos imaginado que la calle, cubierta de flores y de plantas aromáticas, se abría a nuestros pies en forma de sorpresa. Y que una puerta verde surgía en el fondo y que, dentro de ella, el aroma suave de un pastel recién hecho, abrazaba los cuerpos abiertos a la vida. Así las confidencias han trepado sin duda sobre ventanas que nunca cerrarán sus postigos y podremos escribir lo que somos sin miedo que una daga cruce nuestro anhelante corazón.  Esta tarde, las tres, con el miedo a lo duro de la vida, hemos volcado sobre la mesa de madera, el sueño

Retrato de madre con libro al fondo

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(Fotografía de Frances McLaughlin-Gill) La madre tenía siempre un libro en la mano y una película en la cabeza. Las dos aficiones, lectura y cine, las llevaba tan dentro que hubiera querido ser Lady Rowena o Scarlet O`Hara. A veces lloraba con los melodramas, pero disimuladamente. Y otras veces se enzarzaba en una discusión sobre el final de un libro que no le parecía apropiado. Sus libros llevaban su nombre en la primera página, el día en que empezó a leerlo y, al final, un pequeño comentario. Unas pocas frases lograban resumir todos los pensamientos que acudían en tropel cuando leía. Su imaginación era desbordante. Podía inventar vestidos, muñecas e historias para contar en las noches de tormenta. No tenía miedo a nada. Se sabía de memoria los argumentos de las películas como si ella hubiera sido la guionista. Y conocía a los actores y actrices, a los directores, y también los cotilleos del rodaje: tal o cual enamoramiento, tal o cual rencilla. Los libros le permitían tener

La calle secuestrada

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  En mi calle solo había calle. No recuerdo zonas infantiles, ni carriles bici, ni areneros para los niños, ni instalaciones deportivas, ni pasos de peatones con mortadelos, ni semáforos, ni policía de proximidad, ni supermercados, ni alumbrado navideño...Era solo calle y estaba rodeada, del curioso modo en que allí las cosas existían, por huertas, salinas, estaciones de tren, cines de verano y mar. El mar era lo más lejano y, aun siendo un océano, muchos pensábamos que esa distancia era infinita. No podía asaltarnos la fuerza de un maremoto, porque el mar era una cosa lejana. Antes de él, a modo de antesala, de recuerdo y de embajadores, estaban los esteros, que eran mar salada, demasiado salada para mi gusto, impregnados de sepina, de toda clase de olores y llenos de peces y, de nuevo, de sal.  Los montículos de sal rodeaban la calle por el lado de las salinas y las huertas estaban en la otra orilla, como si el mar y el campo tuvieran ahí un punto de unión. No recuerdo de quién era l

Entre los olivos

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Campo, campo, campo y entre los olivos los cortijos blancos. (Antonio Machado) Si aprendes a hablar recitando poemas todos los poemas se convierten en tu vocabulario. Una palabra sigue a la otra y la otra está al acecho. Así el campo es una palabra tres veces dicha y los olivos están ahí, aunque no los veas. Estás entre los olivos, aunque no te vean.  Si naces junto al mar y no lo percibes salvo cuando sales de la ciudad y lo descubres rodeando las entradas, junto al puente de piedra, los fuertes napoleónicos, el istmo susurrante que continúa siendo el parapeto para todas las conquistas, entonces el campo es otra cosa, una entelequia, un sueño. Tú hueles a verdín y el campo huele a verde. Una vez me dijeron que allí el campo era de juguete, que no era un campo real, sino un decorado, que todo estaba rodeado de cercas y alambradas, que la naturaleza no podía moverse, prisionera de las labores y de las vendimias. Ese otro campo, el tuyo, tiene la gracia de ser verdad

Pizzarelli y una casa

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  Si estás escuchando a John Pizzarelli en cualquiera de sus conciertos y has tenido la suerte de verlo en directo, como yo en el Lope de Vega de Sevilla, entonces alumbrará tu escritura como casi nada puede hacerlo. Y para acompañar su sonido nada mejor que las imágenes de John Baeder , el fotorrealista más mágico de los que todavía cuelgan sus cuadros en las galerías y los museos. Es así, en esa conjunción de sonido e imagen, como se puede escribir sobre las casas, sobre la casa, sobre tu casa.  El otro día visité en Google la vieja casa de mi abuela, aquella en la que nacimos algunos de los primos, una casa mágica para los recuerdos, una casa encantada. Tenía, tiene, dos plantas y una enorme azotea, de esas llenas de pequeños muros fáciles de saltar que te llevan de un lado a otro. En la planta baja estaba el pozo que nos surtía de agua, un patio gigantesco y dos viviendas ocupadas por dos vecinas de esas de toda la vida, Juana y Dolores, los nombres míticos, dos mujeres que retrat

Las mujeres silenciosas de Anna Ancher

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Un resplandor dorado contradice el aire callado, el silencio que suena. La habitación permanece a la espera de una buena noticia, una ventura. Las flores se reflejan en la luz de una ventana inexistente y el costurero se abre como una maravilla, un tesoro de hilos, de agujas y tijeras. Las manos se sitúan exactamente sobre la tela blanca y primorosa y ella guarda secretos que nadie más conoce, adornando el silencio con su mirada oculta. A veces una lámpara se enciende en cualquier parte. La ventana se agita y la flor envejece. La mujer se ha parado y se pregunta a solas de qué forma guardarse para sí ese descubrimiento que ha convertido en duda su esperanza. Así, sensatamente, sin tener que engañarse, sin miedos y sin dudas, ella sabrá seguir ese camino claro que acuñó sin quererlo muchos años pasados y escribirá su nombre en cualquier parte, sin permitirse volver el rostro ante el desconocido. Tantas veces la vida te enseña de repente que has gastado las horas en una antig

Invierno en Nueva York

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Si no has pasado un invierno en Nueva York hay un invierno que no conoces. Nueva York es una ciudad especial, en realidad, un mundo en sí misma. Un lugar en el que las cosas encajan de forma milagrosa. En el que es posible que ocurran cosas inimaginables. Puede pasar de todo y encontrar gente de todo tipo. Gente que, en otros lugares, quizá no existieran o no tendrías ocasión de conocer. Por eso surgen historias distintas, cuentos de hadas, relatos que solo se explican en ese contexto de nieve y extremos. Esas botas son para caminar.  El calor de los restaurantes, de las cafeterías, de los bares, es la mejor forma de pulsar la vida de la ciudad. Allí estaba él, Edward, con un jersey de cuello cisne, una cazadora amplia y forrada de lana y unas enormes botas. Era muy guapo. Tenía los ojos verdosos que parecían azules con el reflejo de la nieve y miel en el interior. Unos ojos cambiantes, pero no extraños, sino certeros y confiados. Daba la impresión de que no podían engañar

Atrapadas

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Las ves y han olvidado sonreír. Tienen un aire cansado, como si todo el mundo cayera sobre ellas de vez en cuando. Como si ellas soportaran todo el mundo. Han perdido eso que se llama dignidad y han escalado las cimas del ridículo. Son más de lo que parecen. Tienen cargos públicos, trabajos importantes, inteligencias limpias, miradas puras. Pero cayeron en una red de la que es difícil escapar. Es una red que comienza siendo una gasa suave y delicada que te cubre, adobada con palabras amables, con canciones italianas y películas tristes. Continúa con un péndulo que se mueve, de un lado, los susurros; de otro, los gritos. Como si tuviera un aire bergmaniano inconfundible. Primero, notarás que el lazo te rodea. Después, el lazo será una mano fría. Por último, alguien se reirá de ti y te preguntará por qué no te mueves si en torno a ti no hay nada. Ese es el secreto: no hay nada donde creías que había una huella de calor. Eso que notas no existe, ni fue nunca, es una ensoñación, un

Vincent, una mirada y el olor a lavanda

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  Las cinéfilas tenemos una forma especial de ver las películas o las series. Si hay algún actor que nos atrapa entonces es para siempre, para casi siempre si quiero ser exacta. Vincent Lindon no me ha interesado de joven, ni me ha interesado en sus aventuras ni en sus películas, salvo ahora, que ha protagonizado "Dinero y sangre" una serie que estoy viendo en Filmin y en la que exhibe una hipnótica mirada azul grisácea y una ausencia total de sonrisas. Si hay un actor que consigue que veas la película o la serie en versión original por escuchar su voz, entonces es que te has convertido a su fe. Y, en este caso, las flores secas y la visión del amanecer, y el recuerdo de los pequeños lugares de la Provenza de mi biografía, completan sin dudarlo esa especie de lazo que te deja una imagen bien construida. No solo es un tipo atractivo. Parece que también tiene alma.  Mis días en la Provenza forman parte de un fondo de armario sentimental que nunca decae. Siempre hay un motivo p

La vida es un cuadro de Vermeer

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En esta orilla aparecen, estáticos y diminutos, los personajes que representan lo humano, la vida cotidiana, la juventud y la vejez, los sueños y todos los fracasos. La tierra compacta los acoge y la barca está dispuesta al tránsito. Llegar al otro lado quizá es una de las metas, pero no parecen demasiado afanosos, sino, por el contrario, tienen la quieta placidez de quien no espera demasiado de las cosas. Llevan la cabeza cubierta y vestidos holgados, azules, negros y blancos los colores, gestos serios y actitudes sencillas, no parece que quieran estorbar el paisaje. Están aquí, de este lado, abstraídos en las conversaciones y sin prestar atención a la cinta de agua, con los navíos anclados, también solos, y sin percibir, o quizá lo han hecho y se lo callan, el vaivén de las torres, los edificios con tejados de pizarra y el nuboso cielo intempestivo que amenaza con lluvia.  No vemos sus rostros ni queremos hacerlo porque no son nadie en concreto y lo son todo. Las dos mujeres

Rizos y un mapa de España

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(Fotograma de "Sentido y Sensibilidad" de Ang Lee)  Es la música, en primer lugar, lo que hace de esta versión de Ang Lee del libro de Jane Austen "Sentido y Sensibilidad" una pequeña maravilla. Un tributo eficaz, diáfano, exacto, al genio de la escritora, a su creación de personajes y ambientes, a su estilo, a su ingenio e inteligencia. La música crea el tono especial que la distingue y, entre todos los libros de Austen, en los que la música siempre tiene un importante papel, es aquí donde expresa el dolor y la alegría con mayor lucidez. Lo mismo ocurre con los versos, las palabras, los poemas que se recitan, el consuelo de la lírica en los momentos difíciles. Shakespeare y sus sonetos que invitan al amor, aunque sea, como sabes, un amor aureolado de triste cobardía.  Entre todas las imágenes hay una evocadora, imposible de pasar por alto, una imagen en la que me detengo y en la que observo cosas que quizá otros no ven. Al fin nuestros ojos siempre vue

Patios

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  Más que otra cosa, tenía grabadas el tacto de las piedras y el olor de las plantas. Pasaba la mano por la rugosa superficie de la pared y quedaban huellas en los dedos y en la palma, testigos de una acción repetida, que le traía esa tranquilidad de saberse en medio de una naturaleza conmovedora. Y las plantas desprendían el acre olor del agua mezclada con la tierra y la clorofila a sus anchas y el viento que movía las hojas y las desprendía a veces. Todo el patio tenía ese aire decadente de una película italiana con pocas pretensiones. Y luego estaba el banco. Sentarse en él era ya una odisea, porque estaba quejumbroso, callado y a falta de una buena capa de pintura. Su color había cambiado con el tiempo, como cambia el peinado de las mujeres y la risa de los hombres. Todo estaba hecho a la medida humana y por eso, quizá, a ella le gustaba tanto estar allí, separada del resto, como en un paraíso imposible de restaurar, como una foto antigua que tuviera tanto significado como las voce

Spoiler

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Grace Kelly lee el Harper´s Bazaar y engaña así a James Stewart, porque la moda es para él algo ajeno y prefiere la aventura. Ella está enamorada pero no puede evitar dejar a un lado una revista sobre el Himalaya y volver al paraíso del lujo y del glamour. Esa es la mirada que identifica el placer de contemplar cosas bonitas. En La ventana indiscreta , la película estadounidense de 1954 dirigida por Alfred Hitchcock, basada en el cuento de 1942 It Had to Be Murder, de Cornell Woolrich , que ambos protagonizaron, no hay lugar para el spoiler, más bien todo lo contrario. Desde el principio sabemos que hay un crimen y un asesino. La única duda es cuánto tiempo tardarán en convencerse los demás. Y hay otra duda, no menor, que reside en descubrir por qué James Stewart no se da cuenta de que está enamorado de la chica y de que no necesita que ella gane un premio de alpinismo para poder ser felices. Un hombre empeñado en no ser feliz es un hombre peligroso que va a terminar solo o

Clive Owen, una falda tubo y el tipo de la camisa blanca

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  No sé si me gusta Clive Owen porque me recuerda a aquel tipo o al revés. El caso es que también usaba camisas blancas y también tenía ese color indefinido de ojos, que tanto parecen grises, como azules, verdes o, incluso, plateados. Unos ojos con doble intención, que podían ser duros y sin compasión o tiernos y plagados de dulzura. Aquel tipo, lo llamaré así para aclararnos, tenía una personalidad dual, oscura y transparente a la vez, y las muchachas como yo, que sofocan las penas del amor con otras penas mayores, podemos ser presas fáciles de un vaquero bien llevado y una camisa de lino. En una de esas crisis amorosas por no sé quién (lo bueno de todo esto es que el olvido es la premisa) surgió un viaje al extranjero por un par de meses (el remedio eficaz, poner tierra de por medio) y allí estaba este Clive sin filmografía, con su aspecto de eficaz desaliño, su conversación filosófica y su mirada ardiente de unos ojos con color no identificado. Imposible resistirse a su llegada a nu

Nosotras, que lo buscamos tanto...

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  ("Tiempo tranquilo", Scott Kennedy) Todas estamos hechas de la misma pasta, mitad salitre, mitad verde del campo. Tenemos las mismas certezas y esperamos las mismas cosas. Entre todo eso, nuestra búsqueda es la manera en que salimos a mostrarnos ante el mundo. No nos conformamos, no dejamos de luchar, no nos sentamos en una piedra del camino a esperar la nada. Somos de esa clase de caminantes que no quiere dejar pasar la oportunidad de hallar otra puerta entornada.  Quizá es porque fuimos niñas pobres, niñas habituadas a las cosas sencillas, a las casas modestas, a las horas humildes. Porque supimos desde siempre lo que es tirar de casi todo, arañar lo imprescindible y comprender que estrenar es un sueño que no siempre se alcanza. Quizá porque nos reconocemos en nuestra pobreza, en ese aire común de la gente que trabaja y respira, en ese no pararse porque los días necesitan treinta horas para ser fértiles.  Hemos acunado niños sin conocer demasiado el secreto de la vida. La

Aquel amanecer en el cortijo...

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  Creo que nunca he escrito de mis días de cortijo. De mis tiempos de campo. El campo me ha producido siempre una enorme fascinación y también sus gentes. En muchos momentos ha estado en primer plano y otras veces se ha escondido, como si esperara el milagro de su reaparición. Es muy curioso esto, siendo de una ciudad marítima en la que el campo era solo el verdín que rodeaba los fuertes que se levantaron para detener a Napoleón. No me cae bien Napoleón , ni me gusta el personaje. Puestos a elegir, me quedo con los valientes que lucharon contra él y con las bombas que tiraban los fanfarrones.  Entre paréntesis: la película sobre Napoleón de Ridley Scott no me ha gustado nada, nada, nada. Batallismos y claroscuros, ahí lo puedo resumir. Ni me gusta el tratamiento de los personajes, ni los actores. Me aburre muchísimo.  Pero el campo, oh, el campo, tiene algo distinto a lo demás, una arquitectura diferente. Los hombres de mi vida han sido gente de campo. Los paseos por los olivos, con un