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Salto mortal (y rojo)

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(Red on Red. Erwin Blumenfeld. 1954. Fotografía)  Eran tiempos de silencio. Esos años en los que las apariencias eran tan importantes que ocultaban el fondo. Incluso no había fondo directamente. Solo apariencias.  En esos años ella se saltó las reglas. Decidió que iba a escribir su historia por sí misma, con su propio cuaderno, su lápiz bien afilado y su goma de borrar. Usó la goma para borrar su matrimonio. Usó el lápiz para dibujar el perfil de un hombre diferente. Varonil, ansioso, volcado en ella y en sus esperanzas. Así, se convirtió en lo que nadie en la calle querría ser. Se convirtió en un pecado andante, que se paseaba sin esconderse por las calles desiertas y se bañaba esplendorosamente feliz en las playas.  Una vez la encontré frente a frente. Caminaba a su lado con aire resuelto. No era guapa, pero el amor había logrado el milagro de que pareciera fresca y satisfecha. De ese modo, cuando te cruzabas con ella advertías una especie de pátina de la que carecía

Ocultación

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(Erwin Blumenfeld. Fotografía.) En ese mundo de mujeres, las había afortunadas. Gente sencilla pero que parecía estar tocada por la varita mágica de la suerte. Gente apacible, respetada, que convivía con tranquilidad y que no se despertaba de noche en medio del susto y la desesperación. Pero también existía lo otro. Lo otro se ocultaba, nadie podía saberlo. Las primeras interesadas en ocultarlo fueron ellas, las mujeres que tenían una trastienda emocional llena de objetos viejos y punzantes. Esas mujeres agachaban los ojos cuando iban por la calle. Les parecía que ellas mismas eran las culpables de lo que les pasaba. No tenían capacidad para entender que nadie merecía aquello. No. Ellas sentían que la vida era un castigo y que ese castigo tenía que tener una motivación. Nadie podía sufrir así sin causa alguna.  Se equivocaban. Equivocaban sus silencios, que atravesaban las frágiles paredes de las casas y atronaban las calles. Equivocaban sus confidencias, hechas siempre al

La voz al otro lado

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(Erwin Blumenfeld. Fotografía. 1944) Lo sabe. Ella lo sabe. Claro que lo sabe. Cómo no saberlo...Y a veces lo comprende. Pero a veces únicamente. Las más, odia lo que sabe, lo que ve, lo que presiente. Pero es la vida, piensa. Y la vida se escribe de tantas formas...Y así no queda otra que seguir, paso a paso, aunque la suerte, la lotería, puede que no te toque nunca o que lo haga una vez y luego se convierta en maldita ruleta que señala su objetivo y te marca.  Sabe que no existe territorio en el que se anclen sus sentimientos sin parecer desnudos. Que hay horas en las que todo se escribe con un nombre impostado, falso y sin conexión con la vida. Sabe que las noches huecas tienen su contrapunto en el eco salado de las lágrimas. Que él se muere por otras soledades y que las vive sin anunciarse, pero con la determinación del que busca en el desierto. Sabe que nunca se escribirán amaneceres, que nunca habrá un silencio en el que suene el click clack de los besos. Ella lo sab

Ellas, las otras

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(Spring fashion. 1953. Erwin Blumenfeld. For Vogue)  Las cuatro mujeres tenían vidas parecidas. Pero ellas eran distintas. Ahí estaba lo esencial, lo que las hacía diferentes. Esa forma de ser, más allá de las cronologías o de sus gustos cotidianos. La mayor estaba hecha al trabajo duro. Su infancia fue terrible y ella la había soportado con un gesto elegante, sin apenas darle importancia. En su vida de casada hubo desgracias que asimiló como quien tiene un pequeño tropezón al andar con unos zapatos de tacón alto. Y así, todo se le iba en gozar de la vida, en vivir aunque no hubiera ganas, aunque no hubiera tiempo, aunque nada hubiera.  Otra de esas mujeres vivía en una mentira. Fingía. Era una persona y se mostraba como otra. Ese fingimiento tenía un claro objetivo. Llamar la atención. Ella quería ser la persona mimada a la que todos cuidaran y a la que todos hicieran el mayor caso. Seguramente aquello le vino de su infancia, de su juventud, junto a una madre omnipresent