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Mostrando las entradas etiquetadas como Cuentos

No

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Él le dijo: “Te quiero”, con su voz dulce y rotunda al tiempo. Ella lo escuchó con reverencia y tuvo miedo. Supo que, después de esa frase, corta y definitiva, ya nada sería igual. Ya no podría fingir indiferencia, no podría inventar risas, no podría dibujar palabras imposibles, no podría atesorar lágrimas sin que él lo supiera. No. Después de aquello no valdría nada, salvo enfrentarse a todo. Enfrentarse a su propio corazón y al suyo. Aunque él no lo sabía. No sabía la respuesta de ella e imaginaba que las cosas transcurrirían como otras veces. Juego, deseo, quizá un poco de amor pero no mucho, sexo, fuego que se va apagando, desamor, aburrimiento y lucha. Y el adiós. Ese laberinto de sus pasiones que se iba repitiendo una y otra vez. Esa acusación que todas le hacían de que jugaba con la vida. Ese cansancio de verse en una ruleta que ya nunca podría pararse.  Ella le contestó, mirándolo a los ojos: “No”. Y repitió despacio: “No”. “No, porque te quiero demasiado”. “No, porque

Intimidad

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Anna, Katia y Ruth estaban disgustadas. Se movían con sigilo mental. Sus cabezas tenían demasiadas cosas dentro, tantas que no se distinguía lo bueno de lo malo. Anna estaba cansada de alguna gente, Katia se sentía fea y Ruth tenía miedo. La tarde era bellísima. Todavía el verano no había dejado su estela a favor del otoño y, aunque los días eran más cortos, se conservaba ese sonido cálido de las tardes abiertas a la vida. El encuentro de las tres siempre traía sorpresas. Novedades. Confesiones. Luchas. Confidencias.  Ninguna de las tres era feliz. Eso podía notarse si entrabas con cuidado en la conversación y atisbabas sus palabras en clave. Sobre todo, si mirabas sus ojos. Los ojos de Anna tenían una aureola gris, una especie de pátina que solo el insomnio provoca. Los de Katia se habían encogido y una pequeña sombra violeta los convertía en traslúcidos, del mismo tono que las lágrimas que derramaba a menudo. Por su parte, Ruth los mantenía casi cerrados, temiendo que los at

Ni en rosas las huidas

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Deberíamos empezar a escribir las historias por los momentos felices. Esos días dorados en los que el corazón se arrebata y solo existe una palabra: tú. Él es ese tú que te convierte en la persona que soñaste ser. Él está ahí para hacer que todo encaje. Los antiguos dolores se matizan, como si un niño pasara sus dedos por la mancha roja que deja la cera en un papel.  Eso sería lo lógico. Escribir los instantes únicos que no deberíamos olvidar. Ese latir del cuerpo al compás de la dicha. O las miradas. Un repertorio de miradas que nadie más que él sabrá interpretar. Y luego, las señales. En el nivel más alto de la complicidad te encierras en un mundo que los dos habéis diseñado a medida. Cuando te despides, por enésima vez y sin querer dejarlo, le susurras: Amor mío. Y ese es el comienzo de todo.  Pero no es así. No es la algarabía del amor correspondido, del bienestar, lo que te hace sentarte en tarde festiva, cuando todos disfrutan de una emoción que a ti te está veda

Cuando Lucia se enamoró de un héroe

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Es uno de los cuentos que forman el volumen "Una noche en el paraíso". Es un cuento muy corto. "Michael Templeton, era un héroe, un adonis, una estrella". Así comienza el relato en el que ella, Lucia, acompañada del hermano de Michael, el joven Johnny, son testigos del accidente de moto en la carrera mortal que terminó con la vida de quien se la había jugado en la guerra. Nada mejor que las fotos de Tony Vaccaro , el fotógrafo soldado, para ambientar esta reseña que quiere reconocer la forma extraordinaria en la que, en unas pocas páginas, Lucia Berlin es capaz de contarnos toda una tragedia. Y cómo lo hace sin estridencias, sin lágrimas huecas, sino con la aceptación, la serenidad de quien sabe que en la vida puede pasar de todo. Es esa su marca, su huella, su estilo. Contar lo complicado con palabras de gentil armonía.  "Hay ciertas cosas de las que la gente nunca habla. No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas,

Hanna y la rosa del Cairo

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  Se puede vivir sin amor pero no se puede vivir sin ilusión. Pensaba esto mientras volvía a ver por enésima ver una de mis películas favoritas "La rosa púrpura del Cairo". Recordé, asimismo, que una vez escribí un cuento llamado "Hanna y la rosa del Cairo", que fundía en su título esta película con otra que también adoro "Hanna y sus hermanas". No sé si falta una hache por ahí en algunas de estas palabras de cine. El caso es que  pensé que no se puede vivir sin ilusión viendo a Cecilia yendo al cine sola porque su marido tiene que jugar a las cartas o a los dados con un montón de zafios amigos. Y luego lo pensé cuando el explorador se escapa de la película porque necesita hacer algo más que repetir una y otra vez las mismas frases escritas por el guionista, quien, dicho sea de paso, no hace acto de presencia. Sí aparece el actor, que quiere recuperar al personaje porque no entiende ese desdoblamiento, o sí, pero le da igual, necesita que su carrera avance

"Felicidad" de Mary Lavin

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Una cuentista irlandesa. Si no por su lugar de nacimiento, sí por sus raíces y su estética. Los irlandeses nunca dejan de serlo, aunque nazcan en Boston. Eso es Mary Lavin. Una cuentista  irlandesa, anterior en su época a la gran dama de las letras de Irlanda, Edna O`Brien. Decir una cuentista irlandesa es decir mucho. Errata Naturae ya había publicado otro volumen anterior "Un café", que tuvo mucho éxito entre lectores que descubrieron a una narradora nueva en España. Este es el segundo volumen de cuentos que sale a la luz y que contiene una selección de lo mejor de Mary Lavin. La vida cotidiana puede narrarse de muchas maneras, todo depende de la mirada. Como los fotógrafos que atisban en la soledad, el silencio, el griterío o la generosidad, un destello que ha de ser reproducido, así Lavin escribe con su propio lenguaje aquello que ha imaginado, presentido o visto. Eso es, en realidad, un cuento, una llamarada, un instante, una reproducción infiel de la realidad o del

Clarice Lispector. La razón del silencio

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Clarice era Chaya cuando vivía en Ucrania y antes de cambiarse el nombre, como hizo toda su familia. Hace poco conocí a una niña ucraniana a quien habían evacuado de allí por motivos bélicos. Todavía hay motivos bélicos para salir de Ucrania. La niña ucraniana es muy rubia y no habla. No le interesa lo que decimos ni quiere contarnos su vida. Todo se lo guarda para ella sola. Quizá Lispector era así al principio de todo, callada y con razón.  Como ocurre con muchos escritores ha llegado el momento en que todos los críticos alaban su obra, recomiendan su narrativa y ha obtenido un reconocimiento más allá de lo que ella misma esperaba. En realidad desconocemos si esperaba algo, algo más que vivir y que expresarse del modo en que sabía: plasmando en palabras emociones, sensaciones, sentimientos. Sus cuentos y sus novelas tienen un aura sensorial aplastante. Las frases cortas no se andan con rodeos. Pero no se queda en la superficie a pesar de que es fácil reconocer detalles conc

"Días temibles" de A. M. Homes

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Escribir cuentos es difícil. Escribir buenos cuentos en dificilísimo. Leo muchos cuentos últimamente y han llegado a atraparme con la tensión que generan, la narración concentrada, la disección profunda. Estos cuentos de A. M. Holmes son así, fuertes, directos, acabados, duros.  No hay que esperar buenas noticias de ellos, ni azúcar. Son tan reales como la imaginación permite y están anclados en la vida contemporánea, ese espacio global en el que se difuminan los contornos geográficos y se abre paso un sentimiento general de decepción y de búsqueda inútil. El sentido del humor (humor negro, desde luego), los salva de caer en el pesimismo pero se mantiene ese hilo de certeza que los hace tan reconocibles.  Amy Michael Homes nació en Washington D. C. en 1961 y actualmente es profesora de la Universidad de Columbia. Su primera novela, que no ha sido traducida a nuestro idioma, se publicó en 1989. Desde el principio la ha acompañado la polémica, tanto por los temas que tra

"Independencia" otro cuento de Edith Pearlman

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Cornelia Fitch ha trabajo de médico especialista en digestivo hasta su jubilación. Cuando esta llegó se compró una casa en New Hampshire, junto a un lago que recibe su agua de un manantial. La casa, el lago y el manantial son los tres elementos de la vida de Cornelia en ese retiro deseado en el que, sin embargo, no está sola. Hay vecinos, hay otros jubilados, hay gente que vende en la tienda que tiene de todo. Cornelia Fitch es viuda y tiene una pierna más larga que la otra. También tiene hijas que no entienden muy bien por qué esa marcha de la ciudad, aunque Cornelia ha sido precavida y conserva su piso urbano, pequeño pero bien situado, tres habitaciones, para entrar a vivir.  Cornelia sabe lo suficiente de medicina como para estar casi segura que esa casa del lago será su última casa. Nada tranquilamente, se imagina que es más grácil y ligera que nunca. Sueña sin dormirse en que es joven, es torpe y comete inutilidades. Eso que tanto rejuvenece llegado el momento. Su viudez i

"La última noche" de James Salter

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Salter escribe como si estuviera contándonos las historias sentado en un sofá, mientras nos servimos un café cargado y desplegamos un periódico en el que las noticias de sucesos hablan de bombardeos, de aviones que sobrevuelan países exóticos o de encuentros clandestinos en lugares inhabitables. Desenvuelve los diálogos de sus historias al tiempo que revela el argumento pero cuidando muy bien de que esté en su mano el último movimiento de ajedrez, la vuelta de tuerca que evitará el spoiler. Una trama misteriosa y, a la vez, evidente. ¿Cómo no sospechaste antes, al ver que era Susanna la elegida para compartir esa última noche con ellos, con Walter y Marit? Walter Such es un traductor que escribe con una pluma verde y eso debería bastarnos para levantar nuestras sospechas acerca de él. Marit está enferma, muy enferma, mucho, enferma de esa forma tan nítida, con esos síntomas tan claros, con esa enfermedad que nadie nombra, aunque existe, prolifera, se lleva a los mejores y n

"Manhattan Medley" de Edna O´Brien

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(Edna O´Brien fotografiada en 1964 por Sandra Lousada) Para Louella, Maria Pilar y Carmela Una ciudad, un encuentro, una aventura. Dos personas, hombre y mujer. Unos instantes, un abrazo. Un adiós o un comienzo, esto no se puede dilucidar en el breve espacio de un cuento. He aquí el breve resumen de lo que significa "Manhattan Medley" en el libro de relatos "Objeto de amor". Apenas veinte páginas que logran resumir mucho de lo que Edna O’Brien sentía y expresaba con respecto a las relaciones entre los seres humanos y la continua lucha que esto conlleva. Desconocemos casi todo de él, su nombre, su edad, su ocupación. Solo sabemos que alguien celebraba una fiesta en su honor, que está casado y que huyó de la fiesta en compañía de "ella", la narradora, quien quiera que sea. Así comienza esta aventura amorosa, en plena ciudad, un lugar mucho más adecuado, según escribe, que un bosque, el mar o la arena. El hallazgo del hombre la perturba y tamb

"El otro París", un cuento de Mavis Gallant

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Como ella misma escribe en la introducción, los cuentos de Mavis Gallant hay que leerlos uno a uno y despacio, no de un tirón, porque no son una novela, son gotas de agua, distintas, que no pueden mezclarse. Cada cuento te deja una sensación y te pone delante un espejo. En "El otro París" hay cuatro protagonistas. Carol es una chica americana, de veintidós años, que está en París buscando al París del que hablan los poetas y el cine. Un París mágico, en el que es posible y obligatorio enamorarse. Sin embargo, se ha prometido con su jefe Howard , un hombre práctico que, un día cualquiera, se vio demasiado solo en su apartamento y pensó que era hora de buscarse una pareja. También está Odile , la secretaria de Howard, que parece amiga de Carol pero que no lo es, aunque tiene destellos. Más bien es amiga de sí misma y no cree en nadie. Y, por último, Felix, un refugiado del este que es pobre, ilegal, desgraciado e indiferente.  Entre Carol y Felix hay una extraña

"La muñeca de nieve y otros cuentos" de Nathaniel Hawthorne

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La muñeca de nieve es el primero de los quince cuentos que forman este libro. La reconocida maestría de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) en el manejo del relato corto, de la narración condensada, se ve aquí sobradamente clara y plena de los matices que configuran su estilo. Los otros cuentos son El gran rostro de piedra, La calle Mayor, Ethan Brand, Biografía de una campana, Sílfide Etherege, Los peregrinos de Canterbury, Noticias de ayer, El hombre de piedra, El demonio en el manuscrito, John Inglefield y el día de Acción de Gracias, La antigua Ticonderoga, Las esposas de los muertos, El gamoncillo y Mi pariente, el mayor Molineux. Aunque de temas aparentemente sencillos, cotidianos, o quizá por eso mismo, la lectura de los cuentos de Hawthorne te provoca siempre un estremecimiento, un desasosiego, una sensación de amenaza, de que algo va a ocurrir y no vas a poder evitarlo. Una especie de sombra lúcida los atenaza y esa vivencia llega a contagiarse al lector, prendido e

A la ciudad le habían robado el mar

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(Charles Conder. Pintura) A la ciudad le habían robado el mar. No se podía distinguir a simple vista desde las avenidas, o las plazas, las calles o los blancos escalones de entrada a las viviendas. Tenías que subir a los altos campanarios, otear el horizonte desde las azoteas, sortear el verdín de las espadañas, distinguir el perfil de los miradores. Le habían robado el mar sin previo aviso y sus habitantes no tenían claro si eran una isla, un fortín, un despropósito, una ciudad armada hasta los dientes, un reclamo de algo que nadie pretendía, un paraíso imposible para los extranjeros, un reino inacabable mezclado con harina.  El patio del colegio tenía árboles rosas. El rosa del almendro se extendía por esa superficie inmaculada a los ojos de quienes ya nunca serían adolescentes. Los niños adoraban esos árboles. Nunca molestaban el crecimiento de sus pequeñas hojas y en ellos los pájaros construían nidos que nacían y morían eternamente.  La madre con la niña paseaba

Cuentos para Francine van Hove: Palabras de luz

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Aprendí a leer sola. Pero, antes de eso, aprendí a hablar. Atribuirle nombre a las cosas, llamarlas por su nombre, pronunciar sus nombres. Hablaba en alta voz y mi mirada recorría los muebles, las calles, los espacios, los rostros, citando los sustantivos como si fueran tesoros recién descubiertos. Algunas palabras me parecían extraordinarias. Abubilla . No sabía qué era una abubilla, no he visto una abubilla nunca, pero el sonido era delicioso. Ese comienzo atropellado que recordaba la palabra abuela . Ese final pícaro, como si fuera un diminutivo. Abubilla.  Mi madre siempre me relataba que la gente no entendía cómo una niña tan pequeña podía pronunciar todas las palabras sin errores. Una vez sostuvo una discusión con una señora que se empeñaba en decirle que yo no podía tener tres años, que eso era imposible. Mi madre no olvidó nunca el incidente y lo repetía cuando había ocasión, en esos momentos dulces en los que comentaba las anécdotas familiares como si fueran hechos hi

Cuentos para Francine van Hove: Todos los perros ladran al anochecer

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Así que eso era todo: decir adiós sin más, sin otra explicación que el cansancio del tiempo. Nada de aquella chica rubia, nada de aquellos ojos verdes, nada de mi mirada triste, nada de mi cansancio, nada de mí...No tuviste piedad y tuve que marcharme, oírte era un imposible sufrimiento. Dejar atrás el mar, dejar la infancia, dejar la casa, dejar el corazón, dejarlo todo… Ahora sé que mi cura no vino únicamente por las voces amigas o por la edad (tan sólo veinte años). Fue la quietud del campo, las luces de neón, el suelo, tenso y tibio, el calor, las noches bañadas por un silencio fijo. Baeza me recibió como si yo misma fuera Machado, como si hubiera perdido a Leonor, como si tuviera que marcharme al exilio, como si mi madre preguntara entrando en la ciudad: "¿Llegaremos pronto a Sevilla?". Baeza abrió los brazos y entendió que llorara una semana entera, los siete días primeros de mi estancia, porque el amor se iba y yo no lo entendía.  Luego, vino la música, la

Cuentos para Francine van Hove: La enredadera

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En la calle de mi infancia hubo una vez una casa hermosísima. Perteneció tiempo atrás a un marino que vivía solo. Era una casa especial, distinta a todas las demás, con un aire de misterio y soledad que te encogían el corazón al pasar por delante. A los niños les gustaba pararse y contemplar, con los ojos semicerrados, el efecto del sol en su fachada. Estaba pintada de blanco, con remates de color azul prusia y un zócalo alto de piedra ostionera. Sus grandes balcones se cubrían con rejas de hierro forjado y, en el centro de la puerta de entrada, oscura y amplia, había un precioso llamador de latón en forma de mano. La casa se cubría con unas amplias azoteas, como suele ser tradición constructiva en este sur. Las azoteas se comunicaban entre sí a través de unos muretes de baja altura. Debía ser una delicia recorrerlas, recibir el aire del sol en los días entrantes de la primavera, y sentarse allí, al abrigo, cuando soplaba el levante. La casa era muy grande. Tenía muchas y amplias h