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El tercer hijo



Cuando era un niño lloraba mucho. Era un río de lágrimas imparables que desesperaba a la familia y que avergonzaba a su padre. Sus dos hermanos mayores, le decía, eran machotes, chavales fuertes que no tenían tanta pamplina ni eran tan tiquismiquis. Entonces, tras la regañina, él se dirigía a escondidas al regazo de su madre y allí seguía llorando un rato más, hasta que ella le daba una onza de chocolate y él se marchaba a rumiar su pena en otro lugar de la casa. 

Era una casa grande y muy destartalada. Tenía un patio central y era de una sola planta. La fachada estaba encalada y la cubría una azotea espaciosa y abierta al sol. Una de esas casas de pueblo que se construyen sin criterio, poco a poco, según van naciendo los hijos. Por eso las habitaciones cambiaban de uso a cada instante. Cuando él nació hubo que hacer obras. Era el tercer varón en una familia que ansiaba una niña, así que no le hicieron demasiado caso, pero acotaron un tabique en un cuarto de plancha cerca de la habitación de los hermanos y allí lo acomodaron cuando cumplió un año. Era imposible recordarlo, pensaba, pero sentía todavía, a pesar del tiempo transcurrido, el frío de la separación, cuando dejó el cuarto de sus padres y lo pasaron a esta otra habitación, solitaria y llena de sombras. 


Después de él vinieron las hembras. Por fin, decía su madre. Una casa con cuatro hombres es una carga muy pesada. Las dos niñas nacieron casi seguidas y se parecían mucho entre sí: eran alegres, dicharacheras y rubias. Todos los hermanos eran muy rubios, excepto él, que parecía haber salido a una tía por parte de madre, la oveja negra de la familia por lo cetrina que tenía la tez y lo oscuro del pelo. 

Las niñas no eran excesivamente listas pero tampoco lo necesitaban. Compensaban su escasa inteligencia con un carácter muy agradable y una disposición a todo lo que fuera disfrutar de las cosas más sencillas. El hermano mayor era un mal estudiante pero un deportista excelente. Tenía una enorme capacidad física y era muy competitivo, así que su padre estaba orgulloso de él. Era un ganador nato. El segundo, sin embargo, colmó las expectativas más exigentes al conseguir matrículas de honor en todas las asignaturas y en todos los estudios. Era una especie de pitagorín que resultaba simpático con su vocabulario extremadamente adulto y su mirada llena de asombro. 


Así que él, en medio de ese sandwich familiar, se encontró incómodo desde siempre. Era un chaval corriente, normal en los deportes, normal en los estudios, normal en todo. Aunque, a pesar de esa normalidad, todo el mundo lo consideraba “raro”.  Una rareza sencilla, sin alharacas, pero rareza al fin y al cabo. Era un niño tímido, de pocas palabras y mirada huidiza. Se asustaba por todo, no tenía apenas amigos, le daba miedo la oscuridad, se preocupaba por cualquier enfermedad que había a su alrededor, no sabía tratar a las chicas y no le gustaba ir al colegio. Todas las mañanas el mismo drama, decía su padre con tono despectivo. Este chaval no se entera de sus obligaciones, repetía continuamente. Era dejarlo en la puerta del colegio y empezar a llorar como un torrente, con lágrimas amargas y sin pausa. Los maestros ya lo sabían y también los compañeros. Era el niño llorón de la clase, el que no se enteraba de nada porque andaba en el limbo y el que deseaba con fervor la llegada de los días de fiesta para no tener que traspasar la cancela de esa cárcel llamada escuela. 

Así transcurrieron los años de su infancia. A veces los recuerda y siempre siente una sensación de desamparo inevitable. Ahora, al filo de los setenta, todavía sufre al pensar en sus días escolares, malgastados, perdidos, inútiles. Nada de lo que allí sucedió le dejó un buen recuerdo. Esa infancia a la que todos retornan como el paraíso más hermoso de la existencia fue para él una esclavitud, un tiempo sin nostalgia. 


Pero un poco más tarde, en su juventud ocurrió algo que cambió su vida. Un día que estaba poseído de ese aburrimiento mortal que suele darse en las tardes del verano tomó una caja de colores que había por el salón y comenzó a dibujar el paisaje que veía desde la ventana. Un arriate lleno de flores rojas y unas macetas de barro, vacías, que se amontonaban a un lado del patio. Nada del otro mundo. Pero la composición que salió de todo aquello, en el papel áspero del cuaderno de hojas blancas, tenía algo, tenía vida. 

Su madre pensó que quizá por este lado podrían hacer alguna carrera de él. Y lo llevó a dar clases de dibujo con un viejo profesor ya jubilado que cobraba poco porque lo que deseaba era transmitir lo que sabía. En sus propias palabras “tener algún día un discípulo que me supere”. Lo que tampoco suponía un reto excesivo.  De esta forma el tercer hijo derivó sus tardes al taller del viejo profesor y allí se pasaba las horas muertas, copiando, bocetando, midiendo, pensando en la perspectiva. 

En el taller había muchos libros de arte, enciclopedias y monografías, que repasaba una y otra vez buscando alguna solución, algún misterio. No todo le gustaba. Algunos pintores que gozaban de fama y de renombre eran para él anodinos y sin interés, pasaba de largo esas páginas y se recreaba, por el contrario, en otros que le sugerían cosas. Esas cosas pasaban luego al papel y, más tarde, al lienzo. El óleo le llenó de satisfacción y también la acuarela. Hacía unos cuadros pequeñitos, que luego enmarcaba su madre con mucho primor y los colgaba por la casa porque, al fin, tenían algo que decir de ese hijo. 


Su vida amorosa había constituido un desastre. Sin paliativos. Todas las chicas feas del pueblo se fijaban en él. Pero a los veintitantos años tuvo ocasión de hacer una exposición en una de las ciudades cercanas y entonces toda su vida se transformó. A la gente le gustó su pintura. A la crítica, aún más. Lo saludaron como un hallazgo y la ecuación trabajo-éxito fue para él, desde entonces, una evidencia. Cada año que pasaba pintaba mejor y era más conocido, luego fue famoso y luego obtuvo prestigio. A los cuarenta estaba consagrado. 

Algunas decisiones sobre su vida privada comenzó a tomar en cuando pudo. Para empezar, decidió que nunca más saldría con una mujer fea. Las feas dejaron de interesarle, o, mejor dicho, se sintió capaz de desairarlas porque ahora sabía que otras, más favorecidas, estarían pendientes de obtener sus favores. Porque era un artista y los artistas son admirados y seguidos. Además, transformó su aspecto físico por la sencilla formula de dejarse crecer una barba “interesante”, de usar ropa de marca y de modular su forma de hablar y de mover las manos. Cultivaba un misterio de la misma forma que convertía en mujeres misteriosas a todas aquellas que posaban para sus cuadros. 

La segunda decisión que tomó fue la no enamorarse. No pensaba quedarse con una sola chica si había tantas y estaban a su alcance. Enamorarse era una esclavitud que no quería tener. En su propia familia había sido testigo de ello. Su madre, sumisa a las órdenes de su padre. Su padre, aburrido y sin esperanzas, condenado a trabajar para sacar adelante a la prole sin más alicientes. Sabía, estaba seguro, que nunca hallaría una mujer como su madre, con su dulzura, su inteligencia, su calor. Así que no pensaba perder el tiempo en sucedáneos. Pronto le puso un tope de edad a las destinatarias de sus aventuras. Más allá de treinta años le parecía que estaban ajadas, pasadas de rosca, viejas definitivamente. La calidad de la piel, el brillo de los ojos, la textura del pelo, todo se volvía diferente a partir de esa edad y, aunque él cumplía años, sus amantes permanecían en esa franja indecisa de los veinte a los treinta. Un límite insalvable. 


Abominó de todo lo que significara familia y dejó de tener contacto con ellos en cuanto pudo. Se avergonzaba de ellos, ahora que podía relacionarse con personas de más lustre y de superior cultura. Rechazaba su casa, tan inusualmente mal dispuesta, y la grosería de sus hermanos y las pocas luces de sus hermanas. Y una especie de odio retardado lo alejó de su padre, del que solamente era capaz de recordar las risas que sonaban en toda la casa cuando él lloraba porque le obligaba a subir al desván a buscar cualquier objeto, en medio de la oscuridad de la noche. 

Solamente con su madre conservó unos ciertos lazos, pero desvaídos, tibios, porque el amor que ella le había tenido, esa dedicación única en su infancia, le convirtió en un niño inútil, perdido y preocupado. Nada de su familia tenía ya importancia en su nueva vida. 

Perdió, por todo ello, la relación con su pueblo, con las gentes de su infancia, con los compañeros de estudio, con los vecinos. Se creó una vida de nuevo cuño que prometía ser maravillosa. Ningún compromiso, ninguna mujer fija, solo esa discontinuidad precaria que tanto le gustaba y que a nada comprometía. 

Es verdad que sentía a veces una punzada en el corazón, una especie de aviso doloroso, una carencia. No sabía lo que era y no quería saberlo. Por supuesto, nunca verbalizaba su malestar, todo lo más bromeaba con algún amigo íntimo. 

De esta forma devino en triunfador. Y una noche, en la más decidida vejez que se podía hallar a su paso, volvió los ojos a sí mismo. Y el espejo le devolvió una imagen vacía. No había nada. 



(Fotografías de William Eggleston. Memphis, EEUU, 1939)

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