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Hadas, duendes y reyes


Todo está a punto para la función. El patio del colegio a rebosar de gente indica que el teatro ha creado una expectación inusitada en el barrio. Padres y abuelos, hermanos, amigos, chicos que quisieran ser protagonistas, músicos frustrados, visitantes, vecinos, todos se apiñan en las sillas de tijera que una empresa ha colocado en filas exactas. Las sillas son incómodas y obligan a tener la espalda en una rectitud que solo los más pequeños pueden soportar sin fastidiarse. Pero merece la pena, en esta noche de San Juan, que los faunos y hadas ocupen el escenario, que aparezcan los rostros con focos de luz artificial que el ayuntamiento ha montado y que toda la música se expanda por los muros del colegio y aledaños. 


Aquello es un jardín cercado de naranjos. Tiene las paredes blancas y encaladas, salvo la zona del escenario, un armazón de madera bien sujeto, blindado con cortinas azules y moradas, a salvo de miradas indiscretas el backstage. Las madres han cosido las ropas en tardes de tertulia y conversación en voz baja, a salvo de los oídos de los niños, centradas en su mundo compuesto de emociones y vida cotidiana. Hay rasos, tules, lienzos de popelin, capas floreadas y adornos en el pelo; hay piel, trompetas y toda clase de instrumentos musicales, una gran orquesta de sonidos dispersos. Mientras la gente se acomoda en las sillas, la música sigue de fondo y obliga a mover los pies aunque nadie diría que esta danza ha sido ensayada. 


El nerviosismo de la maestra se contagia a los niños. Ella es la gran hacedora, la inventora de la magia, la sacerdotisa de este ritual. Durante meses ha movido las manos al tiempo que recitaba los diálogos para que los más pequeños los aprendan de oído. Durante meses ha dedicado horas de su ocio a que las niñas mayores aprendieran los gestos, los movimientos y las frases. Ha instruido a las madres en la costura y dado instrucciones al ayuntamiento. Ella es el alma del teatro y del colegio. Todos lo saben y por eso la miran con respeto y una extraña reverencia por su juventud y su empuje. Es un hada entre libros, como las de la función de teatro que está a punto de representarse. 


Pack, Oberón, Titania, Hipólita, Teseo, Hermia, Lisandro, Demetrio, Helena, Egeo, Filostrato y la legión de duendes y las hermosas hadas y los extraños árboles, los sauces, las hojas tibias, las flautas y los susurros de la noche entera. Los niños andan de puntillas sobre el escenario. A un lado, la naturaleza tiene también forma humana. Los más silenciosos mueven las alas cual mariposas frescas. La niña que hace de Hipólita tiene una voz cristalina y llena de ecos exóticos. Hernia se ríe sin poderlo evitar. Los duendes se doblan sobre el suelo como gimnastas en un entrenamiento. Todos se mueven al compás de la música y los ecos. Las palabras, escogidas, resuenan en la noche. Los padres lloran. Las abuelas se mecen en el aire tierno de los nietos que bailan en escena. 


Por un momento se ha parado el aire. Una niña muy tímida ha olvidado su parlamento. Se ha quedado en medio del escenario, sin saber qué decir, con su corona de flores en la cabeza y sus pies descalzos. La maestra, desde un rincón de atrás, le susurra la frase. La niña mira a todos lados, quiere saber cuántos han percibido ese olvido fatal. Y dice la frase entre sonrisas y estalla un aplauso, otro más, y todos parecen disfrutar mucho más después de ese instante de miedo que les ha devuelto a la realidad de lo que son, los niños del colegio, la maestra. 


Cuando todo termina, cien manos invisibles retiran las sillas de tijera y las apilan a un lado. Colocan súbito unas mesas alargadas, manteles de papel, botellas de refresco y la comida que los padres han traído para el ágape final. Los niños salen desde el escenario riendo y saltando, como si aquello fuera una prolongación del bosque. Llevan todavía las caras pintadas, los trajes puestos y el personaje dentro de sí mismos. Las madres se ríen y los padres tienen ese aire de timidez de los hombres cuando se encuentran fuera del trabajo, cuando la vida cotidiana los alcanza. La maestra recibe besos y felicitaciones. Para ella es una función de teatro más, para los niños es la hora de la gloria. 

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