Ir al contenido principal

Cuentos para Francine van Hove: ¿Dónde estás?


Una vez recorría yo la calle de un punto a otro de una ciudad desierta. Era un verano abrasador, en la hora más tórrida del día. Mi corazón saltaba. Llevaba un vestido de gasa azul celeste, suave al tacto, con un encaje muy tierno en el escote que tenía forma de pico, pronunciado, hondo. El vestido flotaba sobre el aire caliente del mediodía y yo andaba sobre unas sandalias blancas que me hacían un poco de daño. Eran nuevas, solo para ocasiones especiales. Llevaba un sombrero del color del vestido. 

En ese momento sonreía sola. Miraba al frente, con los ojos cubiertos por mis gafas de sol, oscuras, impenetrables, pero la sonrisa se traslucía de inmediato, a pesar de que era una sonrisa interior. La sonrisa de la plenitud, quizá. La sonrisa de la nostalgia anticipada. La de la sorpresa o la duda. Venía de hacer el amor con un hombre que me amaba profundamente y al que yo abandonaría sin remedio unos días después. Nos separaban quince años, una esposa, dos hijos y mucha incertidumbre. Pero, en esas horas postreras al deseo, aún éramos dos seres que se escribían cartas encabezadas siempre por una misma frase: Mi vida, mi amor, mi todo…

Así que caminaba fijando la vista en todos los escaparates, en los escasos transeúntes, en los letreros, las esquinas, los bares, las tiendas. Apresaba en la mirada todo lo que veía y llenaba el corazón con su vista, aunque era un mediodía de absoluto calor en la que todo clamaba por el agua fresca, la sombra y el silencio. Nada había de silenciosa, sin embargo, en aquella marcha por la ciudad desierta, porque el grito del corazón era más voluminoso que el silencio mismo. La callada respuesta de las manos no se correspondía con el deseo que, aun satisfecho, anidaba en cada uno de mis movimientos. 

El desconocido surgió de improviso. Era alto y llevaba una inmaculada camisa blanca de manga larga al modo elegante en que los hombres elegantes llevan las camisas en verano: como si no hiciera calor en absoluto. Los vaqueros estaban gastados pero eran de calidad y sus zapatos (me fijé en sus zapatos) eran grises, de ante, lo que indicaba no solo buen gusto, sino que era un hombre presumido, que quería causar buena impresión. Era joven, unos treinta años, aunque no tanto como yo, que no había cumplido aún los veintitrés. 

El desconocido llevaba en las manos una cartera, una especie de portafolios de piel, que balanceaba sin cuidado al andar. Sus gafas de sol ocultaban los ojos pero dejaban ver el tono bronceado de la piel, la barba de dos o tres días y el tono rubio del cabello. Era un hombre muy guapo. Nueve de cada diez mujeres lo hubieran afirmado. 

Justo a la altura de una tienda de ropa masculina nos encontramos frente a frente. Se paró entonces y me miró. Primero, brevemente. Luego, con detenimiento. Me cortó el paso en seco. Me asombré. Le pregunté ¿qué haces? ¿No lo ves? Estoy mirándote, me dijo. Sí, pero no me dejas avanzar. ¿Quieres irte? Claro. Estás interponiéndote en mi camino. Me estás molestando. Mi voz estaba llena de una leve irritación. ¿De verdad te molesto? Pues, sí, ¿por qué voy a engañarte? Mira, dijo muy serio, te he visto y he pensado que, si seguía mi camino sin detenerme, iba a perderte para siempre. No sé cómo te llamas, no sé dónde vives, quién eres, ni qué haces. Pero sé que no quiero perderte para siempre. Estás loco, le dije y ni siquiera esbocé una sonrisa. Quizá, me respondió, pero no miento. No se trata de mentir, se trata de que es una locura, no puedes pararme en medio de la calle y decirme esas cosas. Sí puedo, claro que sí, ya lo he hecho. No debería resultarte tan extraño. Es una forma más de conocerse. Pero no nos conocemos, no somos nada el uno del otro, no sé quién eres, puedes ser un loco peligroso, seguramente lo eres. No soy un loco, créeme, pero podría perder la cabeza por ti. De hecho, quizá ya la he perdido. 

Entonces me asusté. Miré a mi alrededor. Desierto. Vacío. Nadie en la calle a esa hora imprudente del mediodía en la que yo había cerrado la casa que el amigo que nos había prestado para vivir un amor clandestino. Nadie y ese desconocido hablándome de una forma imposible. ¿Dónde estás? pensé. ¿Por qué en ese momento yo recorría desnudamente sola la calle, a expensas de cualquiera que, como el hombre de la camisa blanca, quisiera abordarme sin que nadie lo evitara? ¿Dónde estás? me repetí a mí misma varias veces, apenas sin caer en la cuenta de que aquel hombre me miraba sin apartar la vista. 

Entonces lo entendí. Estabas en tu casa, con tu gente, tu esposa, tus ojos, tu vida, tus libros, tu jardín. Y yo estaba aquí, de azul celeste, en medio de la calle, sola, con un desconocido que me estaba diciendo lo que tú nunca fuiste capaz de pronunciar. Entonces encontré las palabras exactas con las que iba a decirte, amor mío, que todo había acabado entre nosotros. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

39 páginas

  Algunas críticas sobre el libro de Annie Ernaux "El hombre joven" se referían a que solo tiene 39 páginas. ¿Cómo es posible que una escritora como ella no haya sido capaz de escribir más de este asunto? se preguntaban esos lectores, o lectoras, no lo sé. Lo que el libro cuenta, en ese tono que fluctúa entre lo autobiográfico y lo imaginado, aunque con pinta de ser más fidedigno que el BOE, es la aventura que vivió la propia Annie con un hombre treinta años más joven que ella, cuando ya era una escritora famosa y él un estudiante enamorado de su escritura. Los escépticos pueden decir al respecto que si no hubiera sido tan famosa y tan escritora no habría tenido nada de nada con el susodicho joven, que, además, podía ser incluso guapo y atractivo, aunque ser joven era aquí el mayor plus, lo máximo. Una mujer mayor no puede aspirar, parece decirnos la historia, a que un joven se interese de algún modo por ella si no tiene algún añadido de interés, una trayectoria, un nombre, u

La primera vez que fui feliz

  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

"Baumgartner" de Paul Auster

  Ha salido un nuevo libro de Paul Auster. Algunos lectores parece que han cerrado ya su relación con él y así lo comentaban. Han leído cuatro o cinco de sus libros y luego les ha parecido que todo era repetitivo y poco interesante. Muchos autores tienen ese mismo problema. O son demasiado prolíficos o las ideas se les quedan cortas. Es muy difícil mantener una larga trayectoria a base de obras maestras. En algunos casos se pierde la cabeza completamente a la hora de darse cuenta de que no todo vale.  Pero "Baumgartner" tiene un comienzo apasionante. Tan sencillo como lo es la vida cotidiana y tan potente como sucede cuando una persona es consciente de que las cosas que antes hacía ahora le cuestan un enorme trabajo y ha de empezar a depender de otros. La vejez es una mala opción pero no la peor, parece decirnos Auster. Si llegas a viejo, verás cómo las estrellas se oscurecen, pero si no llegas, entonces te perderás tantas cosas que desearás envejecer.  La verdadera pérdida d

Siete libros para cruzar la primavera

  He aquí una muestra de siete libros, siete, que pueden convertir cualquier primavera en un paraíso de letra impresa. Siete editoriales independientes de las que a mí me gustan, buenos traductores, editores con un ojo estupendo.  Aquí están Siruela, Impedimenta, Libros del Asteroide, Hermida, Hoja de Lata, Errata Naturae, Periférica. Siete editoriales en las que he encontrado muchos libros bonitos, muchas buenas lecturas. En Errata Naturae los de Edna O'Brien con su traductora Regina López Muñoz, que está también por aquí. De Impedimenta mi querida Stella Gibbons y mi querida Penelope Fitzgerald entre otras escritoras que eran desconocidas para mí. Ah, y Edith Wharton, eterna. Los Asteroides traen a Seicho Matsumoto y eso ya me hace estar en deuda con ellos. Y los clásicos en Hermida. Y Josephine Tey completa en Hoja de Lata. Y Walter Benjamin en Periférica. Siruela es la editorial de las grandes sorpresas. 

Curso de verano

  /Campus de Northwestern University/ Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida. Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno

Slim Aarons: la vida no es siempre una piscina

  El modelo de la vida feliz en los cincuenta y sesenta del siglo pasado bien podría ser una lujosa mansión con una maravillosa piscina de agua azul. En sus orillas, hombres y mujeres vestidos elegantemente, con colores alegres y facciones hermosas, charlan, ríen y toman una copa con aire sugestivo. Esto, después del horror de las dos guerras mundiales, bien valía la pena de ser fotografiado. Así lo hizo el fotógrafo Slim Aarons (1916-2006) un testigo directo y también un protagonista entusiasta, del modo de vida de las décadas centrales del siglo XX, en el que había una acuciante necesidad de pasar página, algo que ni la guerra fría consiguió enturbiar. Como si estuviera permanentemente rodando una película y un carismático Cary Grant fuera a aparecer para ennoblecer el ambiente.  Slim nació en una familia judía de Nueva York y tuvo una infancia desastrosa. No había felicidad sino desgracias y eso se le quedó muy grabado. Luego estuvo en la segunda guerra mundial y allí cubrió momento

Días de olor a nardos

  La memoria se compone de tantas cosas sensibles, de tantos estímulos sensoriales, que la mía de la Semana Santa siempre huele a nardos y a la colonia de mi padre; siempre sabe a los pestiños de mi invisible abuelo Luis y siempre tiene el compás de los pasos de mi madre afanándose en la cocina con sus zapatos bajos, nunca con tacones. En el armario de la infancia están apilados los recuerdos de esos tiempos en los que el Domingo de Ramos abría la puerta de las vacaciones. Cada uno de los hermanos guardamos un recuerdo diferente de aquellos días, de esos tiempos ya pasados. Cada uno de nosotros vivía diferente ese espacio vital y ese recorrido único desde la casa a la calle Real o a la explanada de la Pastora o a la plaza de la Iglesia, o a la puerta de San Francisco o al Cristo para ver la Cruz que subía y que bajaba. Las calles de la Isla aparecen preciosas en mi recuerdo, aparecen majestuosas, enormes, sabias, llenas de cierros blancos y de balcones con telas moradas y de azoteas co