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Ni una sola palabra hablaba de amor


Leí "Suite Francesa" el año que se publicó en España, 2004. Pero antes había leído "El baile", esa novelita que tiene tanto del estilo Nèmirovsky. Cuando la "Suite" arrastró a tantos lectores yo ya estaba sobre la pista de esta escritora. Después de eso, los títulos que puntualmente ha ido sacando Salamandra han llegado a mis manos, los he leído y, aunque son irregulares, como corresponde a toda recuperación póstuma de un autor, me revelaron el talento y la brillantez de alguien que tenía una mirada especial, que es lo que distingue, para mí, a los narradores de verdad. 

En 2014 se rodó la versión cinematográfica de la obra, dirigida por Saul Dibb. Diré que es la primera. Estoy segura de que "Suite Francesa" será un título que volverá de alguna forma a ser plasmado en el cine. El caso es que la visión de la película perturba. Genera una angustia que cuesta trabajo digerir y una tristeza que se expande más allá del metraje. Mi madre diría que esta es una película "de llorar". 


En 1940, cuando el III Reich comienza la ocupación de Francia, la joven Lucile Angellier, vive con su suegra a la espera de que su marido vuelva de la guerra. Cuando un regimiento de soldados alemanes llega al pueblo, tienen que acoger en su casa a un teniente, que trastocará la vida de ambas.

"Suite Francesa" se estrenó en 2014. Fue dirigida por Saul Dibb. El guión, sobre la novela de Nèmirovsky, es del propio director y de Matt Charman; la música de Rael Jones y la fotografía de Eduard Grau. Se trata de una coproducción Reino Unido-Francia-Canadá.

Los actores principales son Michelle Williams, que hace una exquisita interpretación de Lucile, la joven esposa que tiene a su marido desaparecido y se enamora del teniente Von Falk; Matthias Schoenaerts, excelente en el papel del oficial alemán, al que aporta elegancia y sensibilidad; Kristin Scott Thomas, fría, distante y controladora suegra de Lucile, en uno de esos papeles difíciles que ella borda.

Además intervienen Sam Riley, Margot Robbie, Ruth Wilson, Alexandra María Lara, Tom Schilling, Eileen Atkins y Lambert Wilson.


Las palabras finales, en off, de la protagonista, vienen a darnos el tono de lo que aquí se ha plasmado: "Ninguna palabra de las que hablamos era de amor. No hubo palabras de amor en nuestras conversaciones. He intentado olvidar lo que perdí. Pero la música vuelve una y otra vez para recordarme a él". La música es la "Suite Francesa" que toca al piano el teniente alemán que se aloja en la casa en la que esta muchacha vive con su suegra. Ese tiempo en el que Francia se llenó de alemanes y que generó una competición de crímenes, delaciones y cobardías, a cual más grande. La equidistancia inicial de la protagonista, cuyo marido está en un campo de trabajo alemán, pero del que ha descubierto que la engañaba "antes y después de conocerla", se transforma en militancia activa con ocasión de ayudar al marido comunista de una amiga. Sin darse apenas cuenta, ella cruzará la delgada línea de la indiferencia y se posicionará frente a la invasión y, lo que es lo mismo, frente al nazismo. Los héroes en este tiempo eran así, gente normal a los que la vida obligaba a dar un paso adelante. 


Lo más generoso de la película, como de la novela en que se inspira, es que los maniqueísmos son los justos. El soldado alemán que la enamora no es un nazi convencido, ni un criminal que disfruta matando, sino un músico que se alistó cuando empezó la guerra y a quien su esposa abandona en el primer momento de su marcha para liarse con un hombre "que le dobla la edad" y que, añado yo, le asegura el sustento. Porque en tiempo de guerra es posible verlo todo. 

La música es la forma en la que dos almas se encuentran. Delicadamente. La ejecución al piano de esa partitura incompleta que el soldado escribió al casarse y que toca una y otra vez, es la llamada que siente el alma de la muchacha sola cuyo marido decidió abandonarla antes de irse siquiera. La presencia de la suegra, una mujer dura que, al final, solamente derramará ternura ante una niña escondida, es el dique de contención de los sentimientos. Pero el amor no puede detenerse, ni por la guerra, ni por la soledad, ni por las convenciones. Y así, esos gestos, ese roce de las manos, esos cuerpos cercanos que se alejan, esos besos ardientes, son el pasaporte para entender que ellos se amaban aunque ni una sola de las palabras que cruzaron hablaba de amor. 


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