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Todas las noches eran un sueño

Lo conocí en un cine de verano. Teníamos quince años. Era un cine de barrio, en una ciudad grande en la que había de todo, y sobre todo, gente con uniforme. Una ciudad de aluvión, una ciudad cuyas tradiciones estaban todas pegadas al mar y a la sal. La sal, en montículos uniformes, rodeaba su perímetro. Estaba cercada por el agua, como antes, en la historia lejana, lo estuvo por el invasor que vestía de azul y rojo y llevaba vistosos penachos blancos. El agua le daba su sentido y se transformaba según la estación del año y en ella nos mirábamos todos. El perfil de los barcos, las grúas de los astilleros, eran parte de su fisonomía y, desde lejos, viniendo desde el istmo, ya avistábamos su tamaño y nos reconfortaba pensar que eran nuestros. Una seña de identidad que el tiempo, traicionero, desmoronaría sin darnos tiempo a entenderlo. 

El barrio era otra cosa. Se acostaba en la parte más antigua y lo salpicaban los sones de cantes ancestrales. Tenía hermosas casas bajas con grandes patios traseros y portalones anchos. En la piedra de sus calles vivían historias pasadas y presentes. Romances de amor y traición. Mujeres bravas y hombres silenciosos. Eran calles con nombres de heroínas y transcurrían en damero, como si un romano de una película las hubiera trazado con escuadra y cartabón. En el barrio, el cine era el centro de la vida, era su joya. 

Teníamos quince años. Las tardes del verano eran muy húmedas. El sol se aliaba con la evaporación de la sal para darles un aire tibio, como si estuviéramos viviendo sobre un barco, allá en la Costa Azul, en algún escenario soñado, esos paisajes de las películas que veíamos cada noche. Y las noches….se escribían todas junto a la gran pantalla, los ojos prestos a observarlo todo, lo que ocurría en la trama y lo que estaba ocurriendo justo al lado. Allí, al lado, en el cine, estaba él, el chico de los ojos grises que había venido de fuera y que tenía un nombre diferente, que hablara raro para nuestros oídos. 

Cuando se tienen quince años el tiempo transcurre lentamente. Tienes la engañosa sensación de que la vida es eterna y, cuando te despiertas de uno de los sueños, resulta que han pasado treinta años y ya no eres la misma, la vida se ha escapado de las manos y no has tenido tiempo de entender qué pasaba. El chico tenía quince años y yo también. Los dos éramos igual de independientes, igual de diferentes, pero, así y todo, una noche nos vimos a través de otra gente y comprendimos que éramos poseedores de un único secreto que nadie más tenía. Un secreto intangible, quizá, pero tan cierto. 

Todas las tardes y todas las noches, primero en el paseo, después en la película, el chico me miraba. Y yo le devolvía la mirada y así me distraía del argumento y a veces no sabía ni de qué iba la película. Como en ese tiempo yo ya era poeta, escribía en un cuaderno de pastas de colores el nombre de ese chico y todas sus virtudes y hablaba de sus manos y hablaba de sus ojos y los versos se llenaban de nubes y las nubes de agua y el agua de besos imaginados. 


Un único día de ese largo verano la mirada trocó en algo diferente. Los ojos se encontraron como siempre pero ya no bastaba. Faltaba solamente un día para que las vacaciones terminaran y el chico debía volver allí de donde era, y el sueño acabaría, como en una noche de verano que alguien escribiera en otro tiempo. La premura de las horas convirtió en fuego el instante. Allí, junto a la entrada del cine, justo donde una buganvilla crecía sin permiso de nadie, el chico me besó, esta vez con permiso y entonces todo hubo que escribirlo de nuevo. Donde puse belleza, dije ardor. Donde puse poesía, dije “no te vayas amor, quédate para siempre”. 

Y se quedó. Porque el amor es como la energía. Nunca se muere, solo se transforma. 


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