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Retrato de sábado con Triana al fondo


Los sábados por la mañana Triana cambia su ropaje y se convierte en una ciudad cosmopolita, abierta al mundo, plena de movimiento. En el cruce de caminos que supone el encuentro entre la Avenida de Coria, la calle San Jacinto y la Ronda, la vida transcurre a toda prisa en estas horas de sábado, durante las que, invariablemente, paseo a la vez que compro. Las calesitas de Luis León circulan con su ritmo de siempre y, arracimados en torno a ellas, los coches pugnan por encontrar un sitio para pararse “un momentito”, el tiempo de comprar en la plaza. A la una del mediodía, la hora en que las despardilladas (en vocablo acuñado por mi tía Carmela) van al mercado, todavía pueden verse hermosas gambas, aceitunas verdiales en mi puesto de siempre (con esa señora tan educada que parece estar vendiendo abanicos de seda) y un buen trozo de lomo en el sitio de la carne. Es una gloria entrar a todas horas por las puertas del mercado de San Gonzalo, pero a esta hora de sábado, cuando la mayoría de la gente ha hecho las compras, da la impresión de estar de fiesta, como si los comerciantes no fueran trabajadores que quieren vender porque ése es su modo de subsistencia, sino amables mercaderes que ofrecen pócimas y productos sofisticados.

Cuando recorro el corto espacio que separa al mercado del nuevo Badía que está en la Ronda, no dejo de acordarme de las películas de Hitchcott, pues allí, subidas sobre los palos verticales de la rotonda central, están las palomas, cientos de palomas, miles de palomas, que a ratos vuelan y, en otros momentos, mantienen una inquietante quietud, casi como si esperaran que Tippi Hedren apareciera vestida de verde, con su pelo rubio y sus ojos asustados, corriendo tras el vuelo peligroso de los pájaros. Estas palomas de la Ronda son muy extrañas y han tomado esa zona como si fuera suya, conviviendo, en un perímetro escaso, con los coches que pasan por todos los lados, con los ciclistas que sortean el peligro de los cruces, con los peatones que saltan literalmente cargados de bolsas, con los viejos que se sientan en la placita…

 El camino más alegre es el que aparece surcado, al mediodía de los sábados, de bares, tabernas y colmaos de todo tipo y condición, en cuyas mesas exteriores los vecinos de Triana y aquellos que vienen del Aljarafe a comprar al barrio (quizá porque son originarios de aquí o lo fueron sus padres), comentan las noticias del día o de la semana, lo caro que está todo, lo difícil que está siendo superar la crisis, y también, por qué no, el título de marqués del bueno de Del Bosque, lo bien que está jugando Navas después de su lesión y otros comentarios mezclados de blanco, verde y rojo, que no hace al caso relatar aquí. El tradicional camino del abastecimiento que Sevilla realizaba, a través de Triana, hacia el Aljarafe, se escribe aquí al revés, completamente al contrario, pues los aljarafeños, que en realidad son de todas partes, bajan al barrio al calor de los buenos productos que aquí se ofrecen y también del maravilloso ambiente de los sábados, de estas mañanas en que cualquier cosa fantástica puede sucederte si te dejas llevar, sin prisa y con los ojos abiertos, por este zoco ribereño que no tienen comparación con nada.

 Ahora sí se entiende el desarraigo de los que tuvieron que dejar su casa, vieja quizá, pero su casa, para marcharse a un polígono de higiénicos e impersonales pisos; ahora sí se comprende que ese desarraigo no se cura nunca; se entiende que, cuando uno ha dejado atrás su casa, su calle, su familia, su pueblo, su barrio, haya siempre un vacío inexplicable que no puede curarse con nada.

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