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La tintorería


En medio de la calle, inopinadamente, se alzaba la tintorería. El paso del tiempo ha borrado de mi mente su imagen. Además, ahora nos cuesta entender su presencia contaminante dentro de una calle habitada. Porque no era una tintorería como las actuales, modernas, eficaces, pulcras, sin olores. No era un establecimiento con grandes máquinas y un cómodo mostrador, no era solamente un lugar para limpiar en seco o para planchar los trajes, de fiesta, de novia, de comunión o de madrina...La tintorería tenía como principal función la de teñir. Se teñían de azul marino las ropas de color estropeadas que había que reutilizar y darle nuevo lustre, se teñían de negro las ropas para el luto, se limpiaban al seco y se planchaban al vapor los trajes de militares y las túnicas para la Semana Santa...

La gran sala interior parecía un laboratorio y estaba llena de barreños y calderas colmadas de tinte, que despedían un olor intenso, fortísimo, que daba dolor de cabeza. En un almacén permanecían colgadas y cubiertas de fundas de plástico transparente todas las prendas que ya estaban terminadas, listas para ser recogidas por los clientes, después de bajarlas por medio de un gancho largo que servía para agarrar las perchas metálicas.

Desde la calle podía observarse el humo que desprendía la tintorería, espeso en ocasiones, molesto pero cotidiano. Junto al edificio, blanco, enorme, dando a una huerta, como todas las casas y construcciones de esa acera, en realidad, estaba la casa del dueño, amplía y bien puesta, con mayores comodidades que la mayoría de las viviendas de la calle. Allí vivía el dueño, viudo desde hacía años, con una hermana soltera, solterona decíamos, y con su hija, huérfana de madre desde chica, mimada, caprichosa, súper protegida, diferente a todas nosotras, las niñas de la calle.

La niña se llamaba Bienvenida, que es un nombre harto complicado para una niña que, seguramente, hubiera preferido llamarse Vicky o Maricarmen. La llamábamos Bienve, más exactamente, la Bienve.
Como eran gente de dinero, aunque en realidad vivían únicamente del negocio de la tintorería, la niña iba a un colegio de monjas y llevaba uniforme de pago. Sus juguetes estaban a la última moda y nadie más  en la calle los solía tener. Pero había algo que Bienve no podía adquirir con dinero y ese algo eran niños para jugar. No tenía hermanos y su tía andaba todo el tiempo invitando a las niñas de la calle para que jugaran con su sobrina y para que le hicieran compañía. El anzuelo eran esos súper juguetes que otros niños no tenían. Pero las cosas no salían demasiado bien, porque no eran relaciones de igual a igual, sino de cierto desequilibrio, el que se produce cuando hay tanta diferencia de crianza, de hábitos y de costumbres.

Las niñas de la calle no veían rentable ir a jugar a casa de la Bienve. Preferíamos el aire libre, la libertad de la calle, sin la vigilancia de esa tía que pensaba que era posible comprar los afectos o la compañía. Seguramente hubo niñas que acudieron allí a jugar con el reclamo de los juguetes de moda, pero nosotras, mis hermanas y yo, no necesitábamos nada fuera de nuestro mundo, de nuestra casa cuajada de niños y de juegos de imaginación: el juego de las películas, el de los nombres, el trincarro o el elástico. Y, buena era mi madre para dejar que, a la salida de los juegos en casa de la Bienve su tía nos registrara, como hacía con las niñas que recalaban allí para jugar. Estaría bueno...

Un día cualquiera la tintorería desapareció. Murió su dueño y la Bienve y su tía se marcharon a otra ciudad. No he vuelto a saber de ella. En el sitio en el que se asentaba la tintorería se construyeron pisos, una gran mole de pisos verdosos bastante feos, que ocultaban toda la vista de las huertas. Curiosamente, los pisos recibieron popularmente el nombre de la tintorería y todavía se conocen así: Los Mil Colores.



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