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El viaje de Mina

El mundo entero a través de un ojo de buey, uno cualquiera del buque Oronsay en travesía de Ceilán a Inglaterra en 1954, le gustaría creer al lector que con el niño Michael (Mina) Ondaatje a bordo —pese a que el autor desmiente que su novela sea autobiográfica—, pues ese mismo fue el viaje que el autor de la celebradísima novela El paciente inglés (1992) —que, por cierto, ni siquiera se nombra ni en la solapa biográfica ni en la nota Sobre el autor del volumen— hizo también a los 11 años, un viaje que su último libro idealiza y convierte en una novela de aprendizaje en toda regla, con fuertes dosis de relato de aventuras y homenajes y guiños a autores y géneros que el autor leyó en su adolescencia, de Joseph Conrad en Juventud o El corazón de las tinieblas a buena parte de la obra de Dickens, de la narrativa de aventuras juveniles de Mark Twain a Robert Louis Stevenson y Julio Verne, de Agatha Christie a William Faulkner, en algún que otro sucinto monólogo febril que evoca espacio y tiempo en apenas un instante, o a Rudyard Kipling, al fin y al cabo Ondaatje, desde su western personal Las obras completas de Billy el Niño (1970), siempre ha querido jugar con los géneros.

El viaje de Mina —cuyo título original, The Cat’s Table, encierra una metáfora de la marginación que su traducción pierde— se convierte en su vuelta al paraíso perdido de la infancia en 21 días, con Michael Ondaatje disfrazado de Phileas Fogg y Fogg disfrazado de Mina, el narrador que, recordando su viaje iniciático, en ocasiones es Oliver Twist o Tom Sawyer, entre la orfandad y la picaresca, y a veces uno de Los tres investigadores juveniles de Robert Arthur o de un todavía mocoso Hercule Poirot, entre el despertar del sexo y varios crímenes no esclarecidos que convierten el barco en una nueva nave de los locos por cuyas cubiertas deambulan personajes estrafalarios, como el decadente pianista Mazzapa, que susurra letras de Billie Holliday, Hastie el tahúr (Mina imaginaba la lucha de clases escenificada en una partida de bridge), el magnate hidrófobo sir Hector de Silva, un convicto llamado Niemeyer que arrastra sus cadenas como un penitente de alta mar, la enigmática señorita Lasqueti, protagonista de uno de los más jugosos aventis con un anticuario gringo en una villa medicea (que tiene ecos de Risa en la oscuridad de Nabokov) o los dos amigos del alma del narrador, sus compañeros de correrías, el asmático Ramadhin y el rebelde Cassius, con Emily, oscuro objeto del deseo, en medio y todos ellos, de un modo u otro, fugaces maestros de la educación sentimental de Mina (“en aquel viaje toda una educación nos estaba esperando”, “fue el primer retrato mío que recuerdo. Alguien sólo formado a medias, que no había llegado aún a ser nadie ni nada”), que emula a Hans Castorp escuchando tantas voces cruzadas en el sanatorio de La montaña mágica, novela que el narrador cuenta, con sutil ironía, que “siempre llevaba consigo” Perinetta Lasqueti…, “pero nadie la vio nunca leerla”.

Primorosamente escrita, en episodios plausibles que se suceden con la parsimonia de las olas del mar y con lo mejor del Ondaatje poeta puesto al servicio de su prosa plástica (“estaba acostumbrado al exuberante caos del mercado de Pettah, al olor de la tela de sarong al ser extendida, al fruto de los mangostanes, y a libros en rústica empapados por la lluvia en un puesto al aire libre”), y henchida de imágenes que la traducción ha sabido encarecer (“tejiendo un retrato de todos nosotros con lanas de distintos colores”), El viaje de Mina es asimismo el recuerdo imaginario del despertar de la vocación literaria de Ondaatje (y resulta curioso que, en Leer y escribir, V. S. Naipaul, con el que tanto en común tiene nuestro autor, confiese “tenía once años cuando me invadió el deseo de ser escritor”), no en vano el artista se autorretrata al final, de regreso a la madurez desde la que escribe, como un novelista reputado evocando su juventud de curioso impertinente, cuando anotaba en un cuaderno escolar conversaciones oídas a lo largo del día y leía novelas en los trayectos de tren. Inundada de nostalgia, esta última novela de Ondaatje también es un magnífico diario de invierno en el que se consigna qué hermosa fue la magia de la niñez, qué pureza tenía entonces la amistad, qué pronto se está haciendo cada vez más tarde y cómo se vienen el desengaño y el declive, tan callando.
Aventuras en un vodevil conmovedor llenan las páginas de este diario del artista seriamente comprometido con la excelencia de su oficio, mientras la orquesta del buque, “con su habitual uniforme de color ciruela”, toca valses en la cubierta. E la nave va…

(Reseña escrita por Javier Aparicio Maydeu. Blogs de El País, 21 de abril de 2012)

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